Fue desenterrado el 17 de diciembre de 1790 en la Plaza Mayor de México. Su descubrimiento, junto con el de otras piezas de la cultura mexica, entre ellas la Coatlicue y la llamada Piedra de Tizoc, constituye el punto de partida del interés por las consideradas antigüedades del país.
Tanto la Coatlicue como la Piedra de Tizoc fueron instaladas en el patio de la Universidad, pero el Calendario Azteca se trasladó al entonces cementerio de la Catedral y finalmente se empotró al pie de una de sus torres en 1791. La Piedra del Sol formó parte de la decoración de la Catedral, y en ese año se puso también la cruz de la primera torre. La pieza le dio un nuevo rostro a la Plaza Mayor, ya que en esa época se retiraron los puestos de mercado de este gran espacio para instalarlos en la Plaza del Volador. La Piedra del Sol, por lo tanto, fue parte de la transformación de la ciudad de México en el siglo XVIII.
A partir de su instalación en la Catedral, esta piedra azteca se fue convirtiendo en un referente de la ciudad. De esta manera se inició un periodo extraordinario para el monolito, que duraría 95 años.
La larga permanencia del Calendario Azteca en un lugar público, donde prácticamente todos lo podían ver, propició que propios y extraños repararan en él y emitieran juicios al respecto. Echar un vistazo a la piedra, poco a poco se fue haciendo parte obligatoria de lo que se consideraba conocer la 'muy noble y leal ciudad de México'. Hacia 1803, Alejandro de Humboldt, por ejemplo, se asombró al ver las dimensiones de la pieza y aseguró: "Pocas naciones han movido masas mayores que los mexicanos". Años más tarde, Frances Calderón de la Barca narró en una de sus célebres cartas que al salir de la Catedral después de oír misa vio el Calendario Azteca. Lo describió como una piedra redonda cubierta de jeroglíficos que se encontraba empotrada en uno de los lados exteriores de la Catedral. Otros visitantes se refirieron a él como el 'Reloj de Moctezuma' y decían que había generado una considerable especulación entre los anticuarios. El viajero Mathieu de Fossey aseguró que el Calendario Azteca era el monumento prehispánico más célebre y que antes de la llegada de los españoles decoraba el Gran Teocalli. Reconocía en él un receptáculo de conocimientos, pues: cuando se tienen las claves de todos los signos representados en círculos concéntricos en aquella piedra, se asombra uno al ver la precisión de las observaciones y la exactitud de los cálculos astronómicos de unos pueblos que, bajo muchos aspectos, estaban aún en pañales en cuanto a civilización.
Prácticamente la mayoría de los viajeros que entonces visitaron México le pusieron atención a este monolito, ya por interés propio o porque se encontraba en la construcción más importante de la ciudad, que era la Catedral. Esta construcción, aun en momentos como el de la invasión estadounidense, causó estupor y se le vio como una construcción magnífica e imponente. La Piedra del Sol la complementaba.
Una visita a la Catedral terminaba con una observación al Calendario. Así lo dejó registrado una de las damas de compañía de la emperatriz Carlota durante el Segundo Imperio. Apuntó que en la parte occidental del muro externo de la Catedral había una piedra que era el calendario de los aztecas. El trabajo, dijo, era maravilloso y probaba claramente a los astrónomos cómo eran científicamente eruditos los aztecas y cuán poca necesidad tenían de aprender de los europeos.
En su camino hacia convertirse en referente de la ciudad de México, el Calendario Azteca quedó plasmado en varios cuadros, ya de la Catedral o de la Plaza Mayor. Aparece en obras como la de George Ackerman titulada Mexico View of the Great Square and Catedral, de 1823, y en La entrada del general Scott a México, de Karl Nebel, de 1851. En esta última se le ve como testigo de los acontecimientos de la invasión estadounidense.
Pero la gran pieza arqueológica que hablaba del pasado prehispánico del pueblo de México fue objeto también de una serie de comentarios muy ambiguos que dejan ver varios aspectos. El primero, que no se le entendiera y se le considerara una cosa oscura del pasado de México que hacía referencia a la idolatría, los sacrificios y la ignorancia. Otro, que se le aplicaron nombres como El Reloj de Moctezuma, Almanaque de los Indios, Calendario de los Indios y Rueda del Sol, esto a pesar de que Antonio de León y Gama ya había establecido que esa piedra más bien era un documento que señalaba que en el México anterior a la Conquista hubo un profundo conocimiento del tiempo y de su división. Y uno más que repetía lo establecido por C.C. Becher y R. Burford: que la gran piedra de pórfido basáltico representaba únicamente el calendario de los mexicanos o que sus jeroglíficos no habían sido descifrados por los europeos y, por lo tanto, no se entendía en el mundo occidental.
Pero el registro de ese amplio lapso en que el Calendario Azteca estuvo a la intemperie muestra igualmente un desinterés. Pasó casi un siglo expuesto a las inclemencias del tiempo y sus figuras se deterioraron a consecuencia del maltrato de los visitantes, quienes en ocasiones le lanzaban piedras u otros instrumentos, como lo expresó en tono de queja el mismo Antonio de León y Gama.
El Calendario Azteca ciertamente despertó el interés por los conocimientos de un pueblo que se consideraba remoto y olvidado. Su papel decorativo y su peso de 25 toneladas causó asombro en propios y extraños. En 1885 se tomó la determinación de trasladarlo al Museo Nacional de la calle de Moneda. El Monitor Republicano hizo toda una crónica acerca de su traslado. Dicha crónica se realizó a petición de los lectores que continuamente preguntaban qué iba a ser del Calendario.
La decisión de resguardar el Calendario Azteca parecería el resultado del interés de los intelectuales porfiristas que desde el último cuarto del siglo XIX retomaron los temas indígenas, pero también pudo haber sido una medida tomada en silencio, ya que la ciudad se estaba europeizando y el Calendario Azteca desentonaba. Era un indio en una tierra que aspiraba a un modelo europeo. ¿Se le puso en el museo para protegerlo y para que formara parte de una colección prehispánica y así presentar a México como un pueblo protector del indigenismo exótico? No olvidemos, incluso, que justo después de meter el Calendario Azteca al Museo Nacional, la ciudad de México se engalanó con monumentos y paseos. Y entre ellos surgió otro símbolo indígena, el Monumento a Cuauhtémoc, en pleno Paseo de la Reforma. Éste se convirtió de inmediato en pieza favorita de los porfiristas y, además, su interpretación era más fácil que la del antiguo calendario.
En 1964, este singular ejemplo del amplio conocimiento científico de las culturas prehispánicas encontró un nuevo albergue después de que estuvo 79 años en el antiguo Museo Nacional, y de que antes permaneció empotrado en una de las torres de la catedral durante 95 años.
Detalle de la Piedra del Sol.
Desde su descubrimiento, la Piedra del Sol, monumento escultórico de carácter ritual, ha sido considerado por todos los mexicanos como la obra de arte más importante que nos legaron nuestros antepasados indígenas. Por su contenido simbólico, que reconoce al Sol como creador de la sucesión del día y la noche, se le ha llamado también “El Calendario Azteca”. Entre los relieves presentes en el monumento se encuentran los veinte signos que representan a los días, lo que llevó a pensar que se trataba de la sagrada piedra que permitía calcular períodos de tiempo de forma semejante a como nosotros realizamos con nuestros modernos almanaques. Hoy en día sabemos, en realidad, que este impresionante monolito fue dedicado en su totalidad a exaltar al Sol como deidad suprema del cosmos indígena. Su existencia equivalía a la existencia de la vida misma, de ahí que los relieves de la piedra nos relaten la sucesión de los cinco soles cosmogónicos que, de acuerdo a la mitología de aquellos pueblos, representaban a las diversas deidades que habían participado en la creación del universo.En el centro del monumento se aprecia un rostro que emerge de un círculo, en él reconocemos al Sol que nace del centro de la Tierra.
El astro integra en sí mismo la unidad celeste y terrestre, constituyendo al cosmos en su totalidad. Él es el fuego sagrado, al que se le llamaba Xiutecuhlti ;el señor de la turquesa; y se le reconoce por una banda o diadema conformada por discos de roca azul. En el centro se encontraba la figura de Xiuhtótotl, su ave sagrada, la que infortunadamente fue mutilada y por ello erróneamente confundida con un corazón. Esta deidad patrocinaba el calor del fuego del hogar y también del que recibe la Tierra por efecto de los rayos solares, especialmente al medio día. Mediante ella, en el área central del universo, el Sol y el fuego se incorporan en un mismo elemento.La deidad muestra garras de un animal depredador, jaguar o águila, con las que sujeta corazones; además enseña la lengua, la que se transforma en un cuchillo de sacrificio. Ambos símbolos sirven para recordar al pueblo azteca el pacto que los hombres hicieron con los dioses, especialmente con el Sol, de alimentarlos cotidianamente con la sangre y los corazones de los jóvenes guerreros capturados en las guerras floridas.Su nombre como Quinto Sol es Ollin Tonatiuh, Sol del movimiento, cuyo símbolo se integra por una especie de X.
En el monumento ésta es conformada por cuatro cuadretes que se ubican a los lados del rostro central. Además de éstos, hay cuatro numerales que dan un segundo nombre al Quinto Sol: Nahui-Océlotl, Cuatro Jaguar, el primer Sol que simboliza la Tierra. A continuación está Nahui-Ehécatl, Cuatro Viento, que representa a ese elemento; le sigue Nahui-Quiahutl, Cuatro Lluvia, que curiosamente simboliza al elemento fuego, y completa la secuencia el cuadrete con la imagen de Nahui-Atl, Cuatro Agua, que representa al preciado líquido.
los cuatro soles nos indica, de acuerdo al pensamiento indígena, la presencia de los cuatro elementos básicos de la naturaleza: tierra, viento, fuego y agua, que necesariamente debieron ser creados antes, para complementarse finalmente con el movimiento, el cual permite la continuidad de la existencia.
La secuencia de Este sentido del movimiento lo daba el propio Sol, cuyo camino se iniciaba en el oriente, iluminaba durante el día y continuaba su ruta hacia el poniente; allí penetraba en un agujero de la Tierra donde pasaba el período nocturno, para volver a nacer al día siguiente.
El elemento central está rodeado por la banda que incluye los veinte signos de los días, que fue la que dio pie para que el monumento fuera interpretado como calendárico. En efecto, el calendario indígena se integraba por la combinación de trece numerales con los mencionados signos de los días, los que pueden leerse, en sentido inverso a las manecillas del reloj, a partir del primero: Cipactli o lagarto. Le suceden Ehécatl-Viento, Calli-Casa, Cuezpallin-Lagartija, Cóatl-Serpiente, Miquiztli-Muerte, Mazatl-Venado, Tochtli-Conejo, Atl-Agua, Itzcuintli-Perro, Ozomatli-Mono, Malinalli-Hierba, Ácatl-Caña, Océlotl-Ja-guar, Cuauhtli-Águila, Cozcacuauhtli-Buitre, Ollin-Movimiento, Técpatl-Cuchillo de pedernal, Quiáhuitl-Lluvia y Xóchitl-Flor.
Después del círculo de los días, el Sol luce sus cuatro rayos en forma de ángulos con las puntas redondeadas; sólo requiere de cuatro porque evocan al universo, que se integra por los cuatro rumbos o direcciones, que son también los cuatro puntos cardinales. Después se encuentra una banda de cuadretes con un peculiar diseño de cinco puntos, llamada Quincunce, y es otra manera de evocar la acción del Sol de iluminar al universo íntegramente, incluyendo al centro. El siguiente círculo lo componen plumas de águila y corrientes de sangre. Las primeras recuerdan al águila, el animal solar más importante, que era considerado su nahual. La sangre, además de dar la tonalidad roja al astro rey, representa también el alimento sagrado del numen supremo.
El grandioso relieve solar se muestra ante nuestros ojos como un complejo diseño, en el que percibimos además de los rayos, otras cuatro puntas angulosas que se alternan con ocho figuras que semejan el mango de un cuchillo muy ornamentado, púas de sacrificio divino, con dos extremos; el escultor separó de tal manera los elementos que provocó una secuencia entre las puntas y los rayos, alternándolos con los remates de las púas de sacrificio. Todo ello compone una metáfora que simboliza el autosacrificio que realizó el dios Nanahuatzin para transformarse en Sol.
Rodean al disco resplandeciente dos Xiuhcoatl o Serpientes de Fuego, cuyas colas se ubican en la parte superior enmarcando la fecha Trece Caña. Sus cuerpos se curvan, mostrándonos evidencias de su calor mediante llamas: las cabezas de estos sacros reptiles se enfrentan en la parte inferior, donde apreciamos su carácter mitológico, ya que además de poseer extremidades terminadas en garras semejantes a las de los cocodrilos, lucen imponentes cuernos que surgen de la nariz, los que están rodeados de ojos estelares equivalentes a estrellas las cuales se considera que representan a las constelaciones. De las fauces de estos animales surgen rostros sagrados, y se piensa que éstos evocan los dos momentos cruciales en el ciclo cotidiano del Sol: el amanecer y el atardecer.
Llama la atención el hecho de que este monumento, que semeja un relieve de forma circular, nunca se haya desprendido en su totalidad de la roca madre; incluso, hacia el lado izquierdo del disco, el gran paño plano pétreo original luce algunos puntos unidos con rayas, de los que también se ha dicho que simbolizan constelaciones. La realidad es que la Piedra del Sol es una gigantesca escultura inconclusa. Esto ha sido advertido porque todavía quedan huellas del proceso técnico seguido. Para desprender las secciones de roca madre, en la medida que se avanzaba en el trabajo escultórico, los artistas realizaban perforaciones cerca de la banda de cuchillos y la representación del planeta Venus, en las que encajaban cuñas de madera sobre las que se vertía agua hirviendo y, por el proceso físico de expansión de la madera, se provocaban fracturas en la roca. Al desprenderse estos segmentos de la roca madre se debió de haber producido una fisura, imperceptible al momento del inicio del trabajo escultórico, pero que finalmente provocó un gran desprendimiento en el lado derecho del disco, que comprendió buena parte del núcleo del monolito e impidió que la pieza fuera terminada. Este hecho debió haber sido terrible para los escultores aztecas pues la obra estaba muy avanzada y ya se había labrado toda la banda que circunda al monumento en la que se encuentran alternados los cuchillos curvos con el símbolo indígena del planeta Venus.
La Piedra del Sol, que pesa más de 22 toneladas, está labrada en basalto de olivina y su disco esculpido mide más de 3.22 m. Debió concebirse originalmente como un gran altar de forma cilíndrica, en cuya cara superior se mostrara el poder del Sol que ilumina hasta los límites externos de la Tierra.
De haberse concluido seguramente a continuación de la faja celeste vendría la secuencia de conquistas de los ejércitos mexicas comandados por el Huey Tlatoani, al que se ha llamado Rey en turno que representa a Huitzilopochtli-Xiutecuhtli-Tezcatlipoca, las más elevadas esencias guerreras del mundo de los dioses aztecas.
Ellos se sostienen sobre la superficie de la Tierra donde el hombre deberá, además de realizar su vida cotidiana, efectuar la guerra y todo el ceremonial para glorificar a las deidades creadoras.
Esto ha podido ser reconstruido debido a que la Piedra de Tizoc tiene la misma concepción formal y en ella se advierten, además del disco solar y la banda celeste, el plano terrestre y las quince escenas de conquista que se inician con las primeras: Culhuacan y Tenayuca, y finalizan con las realizadas por el séptimo Tlatoani-mexica a mediados del siglo XV.
Estos altares ceremoniales de monumentales dimensiones se comenzaron a hacer desde los tiempos de Huehue Motecuhzoma Ilhuicamina, el primer Moctezuma, cuya grandiosa potencialidad le atrajo el sobrenombre “El Flechador del Cielo”. Según la historia del Padre Durán, el primer monumento fue construido por consejos de Tlacaélel, y para fortuna de nosotros fue descubierto en años recientes en los cimientos del antiguo Palacio Arzobispal del centro histórico de la Ciudad de México, y se le llamó el Cuauhxicalli de Moctezuma Illhuicamina.
Por la función que desempeñaban de servir de plataforma para que se efectuara el sacrificio gladiatorio y contener la oquedad donde se depositaban la sangre y los corazones de las víctimas, se les ha llamado genéricamente Cuauhxicalli o Recipiente de las Águilas, evocando la función sagrada de contener el alimento de la deidad suprema, el Sol.
Cuando contemplamos la impresionante Piedra del Sol sentimos una emoción semejante a la que debieron sentir, en diciembre de 1790, quienes realizaban las excavaciones en la Plaza Mayor de la Ciudad de México cuando intentando nivelar y enlosar esta sección de la ciudad, descubrieron el impresionante monumento, que para fortuna de todos los mexicanos se salvó de la terrible destrucción de la ciudad indígena en tiempos de la conquista española. Esta admiración llevó a los maestros mayores de Catedral a solicitar al Virrey Conde de Revillagigedo les concediera el monolito para empotrarlo en una de las torres de Catedral. Ahí estuvo a la vista del público de 1790 a 1885, cuando por órdenes del Presidente Porfirio Díaz fue trasladado al viejo Museo Nacional de las calles de la Moneda, presidiendo el gran salón de los monolitos.
Cuando el Arq. Pedro Ramírez Vázquez planeó el gran Museo Nacional de Antropología del bosque de Chapultepec, dedicó a la Piedra del Sol el lugar más importante de todo el edificio; fue colocado en el fondo del generoso espacio de la nave central de la sala mexica, en un magnífico altar de mármol y bronce que exalta la nacionalidad indígena mexicana. Hasta ese lugar, en una especie de peregrinación devota y ritual, acuden todos los gobernantes, altos jerarcas y personalidades que visitan nuestro país. En este sitio, todos los mexicanos podemos sentirnos orgullosos de la grandiosidad de nuestro pasado.
Tanto la Coatlicue como la Piedra de Tizoc fueron instaladas en el patio de la Universidad, pero el Calendario Azteca se trasladó al entonces cementerio de la Catedral y finalmente se empotró al pie de una de sus torres en 1791. La Piedra del Sol formó parte de la decoración de la Catedral, y en ese año se puso también la cruz de la primera torre. La pieza le dio un nuevo rostro a la Plaza Mayor, ya que en esa época se retiraron los puestos de mercado de este gran espacio para instalarlos en la Plaza del Volador. La Piedra del Sol, por lo tanto, fue parte de la transformación de la ciudad de México en el siglo XVIII.
A partir de su instalación en la Catedral, esta piedra azteca se fue convirtiendo en un referente de la ciudad. De esta manera se inició un periodo extraordinario para el monolito, que duraría 95 años.
La larga permanencia del Calendario Azteca en un lugar público, donde prácticamente todos lo podían ver, propició que propios y extraños repararan en él y emitieran juicios al respecto. Echar un vistazo a la piedra, poco a poco se fue haciendo parte obligatoria de lo que se consideraba conocer la 'muy noble y leal ciudad de México'. Hacia 1803, Alejandro de Humboldt, por ejemplo, se asombró al ver las dimensiones de la pieza y aseguró: "Pocas naciones han movido masas mayores que los mexicanos". Años más tarde, Frances Calderón de la Barca narró en una de sus célebres cartas que al salir de la Catedral después de oír misa vio el Calendario Azteca. Lo describió como una piedra redonda cubierta de jeroglíficos que se encontraba empotrada en uno de los lados exteriores de la Catedral. Otros visitantes se refirieron a él como el 'Reloj de Moctezuma' y decían que había generado una considerable especulación entre los anticuarios. El viajero Mathieu de Fossey aseguró que el Calendario Azteca era el monumento prehispánico más célebre y que antes de la llegada de los españoles decoraba el Gran Teocalli. Reconocía en él un receptáculo de conocimientos, pues: cuando se tienen las claves de todos los signos representados en círculos concéntricos en aquella piedra, se asombra uno al ver la precisión de las observaciones y la exactitud de los cálculos astronómicos de unos pueblos que, bajo muchos aspectos, estaban aún en pañales en cuanto a civilización.
Prácticamente la mayoría de los viajeros que entonces visitaron México le pusieron atención a este monolito, ya por interés propio o porque se encontraba en la construcción más importante de la ciudad, que era la Catedral. Esta construcción, aun en momentos como el de la invasión estadounidense, causó estupor y se le vio como una construcción magnífica e imponente. La Piedra del Sol la complementaba.
Una visita a la Catedral terminaba con una observación al Calendario. Así lo dejó registrado una de las damas de compañía de la emperatriz Carlota durante el Segundo Imperio. Apuntó que en la parte occidental del muro externo de la Catedral había una piedra que era el calendario de los aztecas. El trabajo, dijo, era maravilloso y probaba claramente a los astrónomos cómo eran científicamente eruditos los aztecas y cuán poca necesidad tenían de aprender de los europeos.
En su camino hacia convertirse en referente de la ciudad de México, el Calendario Azteca quedó plasmado en varios cuadros, ya de la Catedral o de la Plaza Mayor. Aparece en obras como la de George Ackerman titulada Mexico View of the Great Square and Catedral, de 1823, y en La entrada del general Scott a México, de Karl Nebel, de 1851. En esta última se le ve como testigo de los acontecimientos de la invasión estadounidense.
Pero la gran pieza arqueológica que hablaba del pasado prehispánico del pueblo de México fue objeto también de una serie de comentarios muy ambiguos que dejan ver varios aspectos. El primero, que no se le entendiera y se le considerara una cosa oscura del pasado de México que hacía referencia a la idolatría, los sacrificios y la ignorancia. Otro, que se le aplicaron nombres como El Reloj de Moctezuma, Almanaque de los Indios, Calendario de los Indios y Rueda del Sol, esto a pesar de que Antonio de León y Gama ya había establecido que esa piedra más bien era un documento que señalaba que en el México anterior a la Conquista hubo un profundo conocimiento del tiempo y de su división. Y uno más que repetía lo establecido por C.C. Becher y R. Burford: que la gran piedra de pórfido basáltico representaba únicamente el calendario de los mexicanos o que sus jeroglíficos no habían sido descifrados por los europeos y, por lo tanto, no se entendía en el mundo occidental.
Pero el registro de ese amplio lapso en que el Calendario Azteca estuvo a la intemperie muestra igualmente un desinterés. Pasó casi un siglo expuesto a las inclemencias del tiempo y sus figuras se deterioraron a consecuencia del maltrato de los visitantes, quienes en ocasiones le lanzaban piedras u otros instrumentos, como lo expresó en tono de queja el mismo Antonio de León y Gama.
El Calendario Azteca ciertamente despertó el interés por los conocimientos de un pueblo que se consideraba remoto y olvidado. Su papel decorativo y su peso de 25 toneladas causó asombro en propios y extraños. En 1885 se tomó la determinación de trasladarlo al Museo Nacional de la calle de Moneda. El Monitor Republicano hizo toda una crónica acerca de su traslado. Dicha crónica se realizó a petición de los lectores que continuamente preguntaban qué iba a ser del Calendario.
La decisión de resguardar el Calendario Azteca parecería el resultado del interés de los intelectuales porfiristas que desde el último cuarto del siglo XIX retomaron los temas indígenas, pero también pudo haber sido una medida tomada en silencio, ya que la ciudad se estaba europeizando y el Calendario Azteca desentonaba. Era un indio en una tierra que aspiraba a un modelo europeo. ¿Se le puso en el museo para protegerlo y para que formara parte de una colección prehispánica y así presentar a México como un pueblo protector del indigenismo exótico? No olvidemos, incluso, que justo después de meter el Calendario Azteca al Museo Nacional, la ciudad de México se engalanó con monumentos y paseos. Y entre ellos surgió otro símbolo indígena, el Monumento a Cuauhtémoc, en pleno Paseo de la Reforma. Éste se convirtió de inmediato en pieza favorita de los porfiristas y, además, su interpretación era más fácil que la del antiguo calendario.
En 1964, este singular ejemplo del amplio conocimiento científico de las culturas prehispánicas encontró un nuevo albergue después de que estuvo 79 años en el antiguo Museo Nacional, y de que antes permaneció empotrado en una de las torres de la catedral durante 95 años.
Detalle de la Piedra del Sol.
Desde su descubrimiento, la Piedra del Sol, monumento escultórico de carácter ritual, ha sido considerado por todos los mexicanos como la obra de arte más importante que nos legaron nuestros antepasados indígenas. Por su contenido simbólico, que reconoce al Sol como creador de la sucesión del día y la noche, se le ha llamado también “El Calendario Azteca”. Entre los relieves presentes en el monumento se encuentran los veinte signos que representan a los días, lo que llevó a pensar que se trataba de la sagrada piedra que permitía calcular períodos de tiempo de forma semejante a como nosotros realizamos con nuestros modernos almanaques. Hoy en día sabemos, en realidad, que este impresionante monolito fue dedicado en su totalidad a exaltar al Sol como deidad suprema del cosmos indígena. Su existencia equivalía a la existencia de la vida misma, de ahí que los relieves de la piedra nos relaten la sucesión de los cinco soles cosmogónicos que, de acuerdo a la mitología de aquellos pueblos, representaban a las diversas deidades que habían participado en la creación del universo.En el centro del monumento se aprecia un rostro que emerge de un círculo, en él reconocemos al Sol que nace del centro de la Tierra.
El astro integra en sí mismo la unidad celeste y terrestre, constituyendo al cosmos en su totalidad. Él es el fuego sagrado, al que se le llamaba Xiutecuhlti ;el señor de la turquesa; y se le reconoce por una banda o diadema conformada por discos de roca azul. En el centro se encontraba la figura de Xiuhtótotl, su ave sagrada, la que infortunadamente fue mutilada y por ello erróneamente confundida con un corazón. Esta deidad patrocinaba el calor del fuego del hogar y también del que recibe la Tierra por efecto de los rayos solares, especialmente al medio día. Mediante ella, en el área central del universo, el Sol y el fuego se incorporan en un mismo elemento.La deidad muestra garras de un animal depredador, jaguar o águila, con las que sujeta corazones; además enseña la lengua, la que se transforma en un cuchillo de sacrificio. Ambos símbolos sirven para recordar al pueblo azteca el pacto que los hombres hicieron con los dioses, especialmente con el Sol, de alimentarlos cotidianamente con la sangre y los corazones de los jóvenes guerreros capturados en las guerras floridas.Su nombre como Quinto Sol es Ollin Tonatiuh, Sol del movimiento, cuyo símbolo se integra por una especie de X.
En el monumento ésta es conformada por cuatro cuadretes que se ubican a los lados del rostro central. Además de éstos, hay cuatro numerales que dan un segundo nombre al Quinto Sol: Nahui-Océlotl, Cuatro Jaguar, el primer Sol que simboliza la Tierra. A continuación está Nahui-Ehécatl, Cuatro Viento, que representa a ese elemento; le sigue Nahui-Quiahutl, Cuatro Lluvia, que curiosamente simboliza al elemento fuego, y completa la secuencia el cuadrete con la imagen de Nahui-Atl, Cuatro Agua, que representa al preciado líquido.
los cuatro soles nos indica, de acuerdo al pensamiento indígena, la presencia de los cuatro elementos básicos de la naturaleza: tierra, viento, fuego y agua, que necesariamente debieron ser creados antes, para complementarse finalmente con el movimiento, el cual permite la continuidad de la existencia.
La secuencia de Este sentido del movimiento lo daba el propio Sol, cuyo camino se iniciaba en el oriente, iluminaba durante el día y continuaba su ruta hacia el poniente; allí penetraba en un agujero de la Tierra donde pasaba el período nocturno, para volver a nacer al día siguiente.
El elemento central está rodeado por la banda que incluye los veinte signos de los días, que fue la que dio pie para que el monumento fuera interpretado como calendárico. En efecto, el calendario indígena se integraba por la combinación de trece numerales con los mencionados signos de los días, los que pueden leerse, en sentido inverso a las manecillas del reloj, a partir del primero: Cipactli o lagarto. Le suceden Ehécatl-Viento, Calli-Casa, Cuezpallin-Lagartija, Cóatl-Serpiente, Miquiztli-Muerte, Mazatl-Venado, Tochtli-Conejo, Atl-Agua, Itzcuintli-Perro, Ozomatli-Mono, Malinalli-Hierba, Ácatl-Caña, Océlotl-Ja-guar, Cuauhtli-Águila, Cozcacuauhtli-Buitre, Ollin-Movimiento, Técpatl-Cuchillo de pedernal, Quiáhuitl-Lluvia y Xóchitl-Flor.
Después del círculo de los días, el Sol luce sus cuatro rayos en forma de ángulos con las puntas redondeadas; sólo requiere de cuatro porque evocan al universo, que se integra por los cuatro rumbos o direcciones, que son también los cuatro puntos cardinales. Después se encuentra una banda de cuadretes con un peculiar diseño de cinco puntos, llamada Quincunce, y es otra manera de evocar la acción del Sol de iluminar al universo íntegramente, incluyendo al centro. El siguiente círculo lo componen plumas de águila y corrientes de sangre. Las primeras recuerdan al águila, el animal solar más importante, que era considerado su nahual. La sangre, además de dar la tonalidad roja al astro rey, representa también el alimento sagrado del numen supremo.
El grandioso relieve solar se muestra ante nuestros ojos como un complejo diseño, en el que percibimos además de los rayos, otras cuatro puntas angulosas que se alternan con ocho figuras que semejan el mango de un cuchillo muy ornamentado, púas de sacrificio divino, con dos extremos; el escultor separó de tal manera los elementos que provocó una secuencia entre las puntas y los rayos, alternándolos con los remates de las púas de sacrificio. Todo ello compone una metáfora que simboliza el autosacrificio que realizó el dios Nanahuatzin para transformarse en Sol.
Rodean al disco resplandeciente dos Xiuhcoatl o Serpientes de Fuego, cuyas colas se ubican en la parte superior enmarcando la fecha Trece Caña. Sus cuerpos se curvan, mostrándonos evidencias de su calor mediante llamas: las cabezas de estos sacros reptiles se enfrentan en la parte inferior, donde apreciamos su carácter mitológico, ya que además de poseer extremidades terminadas en garras semejantes a las de los cocodrilos, lucen imponentes cuernos que surgen de la nariz, los que están rodeados de ojos estelares equivalentes a estrellas las cuales se considera que representan a las constelaciones. De las fauces de estos animales surgen rostros sagrados, y se piensa que éstos evocan los dos momentos cruciales en el ciclo cotidiano del Sol: el amanecer y el atardecer.
Llama la atención el hecho de que este monumento, que semeja un relieve de forma circular, nunca se haya desprendido en su totalidad de la roca madre; incluso, hacia el lado izquierdo del disco, el gran paño plano pétreo original luce algunos puntos unidos con rayas, de los que también se ha dicho que simbolizan constelaciones. La realidad es que la Piedra del Sol es una gigantesca escultura inconclusa. Esto ha sido advertido porque todavía quedan huellas del proceso técnico seguido. Para desprender las secciones de roca madre, en la medida que se avanzaba en el trabajo escultórico, los artistas realizaban perforaciones cerca de la banda de cuchillos y la representación del planeta Venus, en las que encajaban cuñas de madera sobre las que se vertía agua hirviendo y, por el proceso físico de expansión de la madera, se provocaban fracturas en la roca. Al desprenderse estos segmentos de la roca madre se debió de haber producido una fisura, imperceptible al momento del inicio del trabajo escultórico, pero que finalmente provocó un gran desprendimiento en el lado derecho del disco, que comprendió buena parte del núcleo del monolito e impidió que la pieza fuera terminada. Este hecho debió haber sido terrible para los escultores aztecas pues la obra estaba muy avanzada y ya se había labrado toda la banda que circunda al monumento en la que se encuentran alternados los cuchillos curvos con el símbolo indígena del planeta Venus.
La Piedra del Sol, que pesa más de 22 toneladas, está labrada en basalto de olivina y su disco esculpido mide más de 3.22 m. Debió concebirse originalmente como un gran altar de forma cilíndrica, en cuya cara superior se mostrara el poder del Sol que ilumina hasta los límites externos de la Tierra.
De haberse concluido seguramente a continuación de la faja celeste vendría la secuencia de conquistas de los ejércitos mexicas comandados por el Huey Tlatoani, al que se ha llamado Rey en turno que representa a Huitzilopochtli-Xiutecuhtli-Tezcatlipoca, las más elevadas esencias guerreras del mundo de los dioses aztecas.
Ellos se sostienen sobre la superficie de la Tierra donde el hombre deberá, además de realizar su vida cotidiana, efectuar la guerra y todo el ceremonial para glorificar a las deidades creadoras.
Esto ha podido ser reconstruido debido a que la Piedra de Tizoc tiene la misma concepción formal y en ella se advierten, además del disco solar y la banda celeste, el plano terrestre y las quince escenas de conquista que se inician con las primeras: Culhuacan y Tenayuca, y finalizan con las realizadas por el séptimo Tlatoani-mexica a mediados del siglo XV.
Estos altares ceremoniales de monumentales dimensiones se comenzaron a hacer desde los tiempos de Huehue Motecuhzoma Ilhuicamina, el primer Moctezuma, cuya grandiosa potencialidad le atrajo el sobrenombre “El Flechador del Cielo”. Según la historia del Padre Durán, el primer monumento fue construido por consejos de Tlacaélel, y para fortuna de nosotros fue descubierto en años recientes en los cimientos del antiguo Palacio Arzobispal del centro histórico de la Ciudad de México, y se le llamó el Cuauhxicalli de Moctezuma Illhuicamina.
Por la función que desempeñaban de servir de plataforma para que se efectuara el sacrificio gladiatorio y contener la oquedad donde se depositaban la sangre y los corazones de las víctimas, se les ha llamado genéricamente Cuauhxicalli o Recipiente de las Águilas, evocando la función sagrada de contener el alimento de la deidad suprema, el Sol.
Cuando contemplamos la impresionante Piedra del Sol sentimos una emoción semejante a la que debieron sentir, en diciembre de 1790, quienes realizaban las excavaciones en la Plaza Mayor de la Ciudad de México cuando intentando nivelar y enlosar esta sección de la ciudad, descubrieron el impresionante monumento, que para fortuna de todos los mexicanos se salvó de la terrible destrucción de la ciudad indígena en tiempos de la conquista española. Esta admiración llevó a los maestros mayores de Catedral a solicitar al Virrey Conde de Revillagigedo les concediera el monolito para empotrarlo en una de las torres de Catedral. Ahí estuvo a la vista del público de 1790 a 1885, cuando por órdenes del Presidente Porfirio Díaz fue trasladado al viejo Museo Nacional de las calles de la Moneda, presidiendo el gran salón de los monolitos.
Cuando el Arq. Pedro Ramírez Vázquez planeó el gran Museo Nacional de Antropología del bosque de Chapultepec, dedicó a la Piedra del Sol el lugar más importante de todo el edificio; fue colocado en el fondo del generoso espacio de la nave central de la sala mexica, en un magnífico altar de mármol y bronce que exalta la nacionalidad indígena mexicana. Hasta ese lugar, en una especie de peregrinación devota y ritual, acuden todos los gobernantes, altos jerarcas y personalidades que visitan nuestro país. En este sitio, todos los mexicanos podemos sentirnos orgullosos de la grandiosidad de nuestro pasado.
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