El Señor del Veneno
Tradición de la calle de Porta Coeli.
Se llama ahora 6ª de Capuchinas.
Don Fermín Andueza era muy madrugador, no soportaba que la mañana se levantase primero que el, antes que asomara la luz ya estaba velando, y apenas esclarecía, salía a la calle envuelto en su negra capa. De entre los pliegues emergía la noble cabeza del caballero, tocada con sombrero de gran falda a la chamberga, y sobre el embozo resaltaba la blancura de una mano larga y pulida con sortija de oro, en la que un diamante fulguraba vivas luces, con gran devoción a oía la misa, pero tanto al entrar como al salir del templo, se detenía frente al crucifijo de gran talla, cuya amarillenta blancura resaltaba entre los oros de un altar plateresco, despues, tornaba lentamente a su casa.
El caballero, lleno de humildad, le ofrecía el incienso de su oración, y tras esa plegaria se alzaba e iba a besar los pies, rojos y negros de sangre coagulada, y ponía unas monedas de oro en el plato petitorio. Invariablemente, día a día, hacia esto don Fermín Andueza.
Era un hombre rico que poseia bastantes propiedades, pero eran más grandes las riquezas que había en su alma. De ella manaba toda excelencia, se encerrában en su ser todas cuantas bondades hay, de infinita piedad con el pobre, le daba la mano y le ofrecía sus servicios con toda voluntad, iba aliviando trabajos con sus generosos beneficios, quitando el hambre a quien lo necesitase.
Ismael Treviño le tenía grandes celos a éste señor, quien a nadie daba nada de lo suyo, desconocía el íntimo goce de hacer beneficios, era de esos seres a quienes pesa el bien ajeno, que se alegran de ver caído al prójimo y se entristecen de mirarlo progresar; a don Ismael le entró la polilla de la envidia, con la que se estaba carcomiendo por dentro, dondequiera hablaba mal de don Fermín Andueza y cuando delante de él decían un elogio, algún cumplido a don Fermín, se ponía amarillo y miraba con semblante amargo.
Don Ismael Treviño era de esos que con aguda vista ven los males ajenos, pero no los suyos, pues siempre traía sus apetitos alterados con más olas que el mar del océano, se tragaba el camello y se ahogaba con el mosquito.
¿Pero ese odio de dónde vino?...
¿De dónde salió a don Tomás Treviño esa envidia que le traía recocidas las entrañas, herido el corazón?...
Los celos lo atizaban a cada hora, y así no sabía sino morder y acusar y con esa pasión desmesurada le cegó el entendimiento sin dejarle luz de razón, y así le empezó a impedir con mil estorbos sus negocios; pero mas parecía que eran impulsos que les daba, porque le salían mejor a don Fermím, con grandes ganancias. Entonces su envidia la cambió por odio y empezó a abrazarse el alma con infernal aborrecimiento, esta abominación le dijo un día que lo matara, y se quedó saboreando con deleite ese consejo, que venía del diablo.
Después de meditar ese aviso y aprobarlo, pensó mucho sobre cómo quitar la vida: con puñal, con arma de fuego o con veneno. Su naturaleza cobarde rechazó daga y pistolete, porque aunque podía alquilar un brazo ejecutor, temió que lo descubriera al fin la justicia y que luego lo señalase; así que se decidió por el veneno, con la que de lejos se operaba y con menos riesgo.
Buscó y halló a un hombre que le puso en una redoma una cierta agua de lindo color azul, que no daba la muerte en el acto, sino que poco a poco se derramaba y distribuía por todo el cuerpo y al fin, después de días, apagaba la existencia suavemente sin dolores ...
Bañó con ese líquido un gran pastel de hojaldre que, muy caliente y dorado, envió a don Fermín, mandandole decir que era obsequio de su amigo, el regidor perpetuo del Ayuntamiento, que lo disfrutara en el desayuno, acompañado de su fragante tazón de chocolate. Y así lo hizo complacidísimo don Fermín.
Don Ismael, curioso de ver qué efectos le había ocasionado el líquido, se puso a seguirlo cuando, por la mañana, salió de su casa para ir a Porta Coeli, lento, erguido, majestuoso y saludando a todos los que encontraba por su camino con afable sencillez. En la iglesia de donde salió a recibirlo un suave olor de cera y de incienso, se acercó al Santo Cristo, dijo devotamente las oraciones que tenía por costumbre y fue a adorar después con gran reverencia, los pies ensangrentados; pero apenas puso en ellos los labios, en el acto se obscurecieron más, y la ola negra empezó a subir rápidamente por todo el cuerpo del Cristo hasta quedar como si estuviese tallada en ébano. Muchos devotos que rezaban ante el Cristo contemplaron aquella negrura profunda que invadía el cuerpo y empezaron a dar voces de asombro al mirarlo, cuando hacia pocos instantes que era de una marfileña blancura.
Don Fermín quedó pasmado. ¿Qué tendría, dijo, que al contacto de sus labios se puso negro el Santo Cristo?...
Don Ismael Treviño, en un gran impulso cortó el rencor del alma, fue a dar a los pies del generoso caballero y le confesó a gritos que lo había querido envenenar y que Cristo, como una esponja generosa, absorbió el veneno que llevaba ya por el cuerpo, librándolo así de una muerte segura.
Don Fermín le dijo, con delicadas y tiernas palabras, que lo perdonaba, y para darle buenas pruebas de ello lo abrazó con muy efusivo cariño, como si fuera ese hombre malvado, un hermano ausente y querido a quien no hubiese visto en mucho tiempo.
Varias personas de las allí presentes se llenaron de furor y quisieron aprehenderlo, llevarlo a la cárcel; pero don Fermín les rogó con encarecidas palabras que lo dejasen ir en paz, porque él ya había olvidado el agravio, y que sólo les pedía que se arrodillaran a dar gracias al Cristo. Don Ismael Treviño salió de Porta Coeli pálido, cabizbajo, lento... Ese mismo día abandonó la ciudad y nadie volvió a saber de él. Como se extendió la noticia por todo México de aquel raro acontecimiento tanto don Fermín de Andueza como los innumerables beneficiados por su generosidad, le llevaban a diario velas de ofrenda al Santo Cristo negro; cierta tarde cayó una vela y la santa imagen se abrasó en fuego y recien iniciado el incendio, ardió y se volvió cenizas; tiempo después fue reemplazado con otro Cristo, también negro, el cual es el que ahora conocemos en el altar de la Catedral, lleno de exvotos de plata y de oro.
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