Cuenta Antoine de Saint Exupéry que fue capturado por el enemigo y arrojado a una celda. Por las miradas despectivas y el trato duro que recibía de sus carceleros, estaba seguro de que sería ejecutado al día siguiente.
A partir de aquí, contaré la historia tal como la recuerdo aunque con mis palabras. Estaba seguro de que me matarían. Me puse terriblemente nervioso e inquieto. Revolví mis bolsillos para ver si algún cigarrillo había escapado al registro. Encontré uno y me temblaban tanto las manos que apenas pude llevarmelo a los labios. Pero no tenía fósforos, se los habían quedado.
Miré a mi carcelero a través de los barrotes. No hizo contacto visual conmigo. Después de todo, nadie hace contacto visual con una cosa, con un cadáver.
Le grité: ¿Tiene fuego, por favor?. Me miró, se encogió de hombros y se acercó para encenderme el cigarrillo.Al acercarse y encender el fósforo, sus ojos accidentalmente se cruzaron con los míos.
En ese momento, sonreí. No se por que lo hice. Tal vez fue por nerviosismo, tal vez fue porque, cuando dos personas se acercan mucho, cuesta no sonreir. Sea como fuere, sonreí. En ese instante, fue como si una chispa hubiera saltado la brecha entre nuestros dos corazones, nuestras dos almas humanas.
Se que él no quería, pero mi sonrisa atravesó los barrotes y generó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el cigarrillo pero se quedó cerca, mirandome directamente a los ojos y sin dejar de sonreir.Seguí sonriéndole, consciente de él ahora como persona y no ya sólo como carcelero.
Y su mirada pareciá adquirir una nueva dimensión. ¿Tienes hijos? preguntó.Si, aquí, aquí. Saqué mi billetera y busqué tembloroso las fotos de mi familia. Él también sacó las fotos de sus hijos y empezó a hablar sobre sus planes y esperanzas con respecto a ellos.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Dije que temía no volver a ver a mi familia, no tener la oportunidad de verlos crecer. A él también se le llenaron los ojos de lágrimas.
De pronto, sin decir una palabra, abrió la celda y en silencio me llevó afuera. Salimos de la cárcel, y, despacio y por calles laterales, salimos de la ciudad.
Allá, a la orilla de la ciudad, me liberó. Y sin decir una palabra, regresó a la ciudad.
Una sonrisa me salvó la vida.
Sí, la sonrisa, la conexión sincera, espontánea y natural entre las personas. Cuento esta historia en mi trabajo porque me gustaría que la gente considerara que debajo de las capas que construimos para protegernos: nuestra dignidad, nuestros títulos, nuestros diplomas, nuestro estatus y la necesidad de que nos vean de determinadas maneras, debajo de todo eso, está¡ el yo auténtico y esencial.
No me da miedo llamarlo alma. Realmente, creo que si esa parte tuya y esa parte mía pudieran reconocerse, no seríamos enemigos. No podríamos sentir odio, ni envidia, ni miedo.
Llego a la triste conclusión de que todas esas otras capas, que construimos con tanto esmero a lo largo de nuestras vidas, nos distancian e impiden que nos pongamos en real contacto con los demás.
La historia de Saint Exupéry habla de ese momento mágico en que dos almas se reconocen. He tenido algunos momentos así. Al enamorarme por ejemplo. Al mirar a un bebé. ¿Por qué sonreímos cuando vemos un bebé? Tal vez sea porque vemos a alguien sin todas esas capas defensivas, alguien cuya sonrisa nos resulta genuina y sin engaños.
Y el alma de niño que llevamos dentro sonríe anhelante en reconocimiento.
Hanoch McCarty
A partir de aquí, contaré la historia tal como la recuerdo aunque con mis palabras. Estaba seguro de que me matarían. Me puse terriblemente nervioso e inquieto. Revolví mis bolsillos para ver si algún cigarrillo había escapado al registro. Encontré uno y me temblaban tanto las manos que apenas pude llevarmelo a los labios. Pero no tenía fósforos, se los habían quedado.
Miré a mi carcelero a través de los barrotes. No hizo contacto visual conmigo. Después de todo, nadie hace contacto visual con una cosa, con un cadáver.
Le grité: ¿Tiene fuego, por favor?. Me miró, se encogió de hombros y se acercó para encenderme el cigarrillo.Al acercarse y encender el fósforo, sus ojos accidentalmente se cruzaron con los míos.
En ese momento, sonreí. No se por que lo hice. Tal vez fue por nerviosismo, tal vez fue porque, cuando dos personas se acercan mucho, cuesta no sonreir. Sea como fuere, sonreí. En ese instante, fue como si una chispa hubiera saltado la brecha entre nuestros dos corazones, nuestras dos almas humanas.
Se que él no quería, pero mi sonrisa atravesó los barrotes y generó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el cigarrillo pero se quedó cerca, mirandome directamente a los ojos y sin dejar de sonreir.Seguí sonriéndole, consciente de él ahora como persona y no ya sólo como carcelero.
Y su mirada pareciá adquirir una nueva dimensión. ¿Tienes hijos? preguntó.Si, aquí, aquí. Saqué mi billetera y busqué tembloroso las fotos de mi familia. Él también sacó las fotos de sus hijos y empezó a hablar sobre sus planes y esperanzas con respecto a ellos.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Dije que temía no volver a ver a mi familia, no tener la oportunidad de verlos crecer. A él también se le llenaron los ojos de lágrimas.
De pronto, sin decir una palabra, abrió la celda y en silencio me llevó afuera. Salimos de la cárcel, y, despacio y por calles laterales, salimos de la ciudad.
Allá, a la orilla de la ciudad, me liberó. Y sin decir una palabra, regresó a la ciudad.
Una sonrisa me salvó la vida.
Sí, la sonrisa, la conexión sincera, espontánea y natural entre las personas. Cuento esta historia en mi trabajo porque me gustaría que la gente considerara que debajo de las capas que construimos para protegernos: nuestra dignidad, nuestros títulos, nuestros diplomas, nuestro estatus y la necesidad de que nos vean de determinadas maneras, debajo de todo eso, está¡ el yo auténtico y esencial.
No me da miedo llamarlo alma. Realmente, creo que si esa parte tuya y esa parte mía pudieran reconocerse, no seríamos enemigos. No podríamos sentir odio, ni envidia, ni miedo.
Llego a la triste conclusión de que todas esas otras capas, que construimos con tanto esmero a lo largo de nuestras vidas, nos distancian e impiden que nos pongamos en real contacto con los demás.
La historia de Saint Exupéry habla de ese momento mágico en que dos almas se reconocen. He tenido algunos momentos así. Al enamorarme por ejemplo. Al mirar a un bebé. ¿Por qué sonreímos cuando vemos un bebé? Tal vez sea porque vemos a alguien sin todas esas capas defensivas, alguien cuya sonrisa nos resulta genuina y sin engaños.
Y el alma de niño que llevamos dentro sonríe anhelante en reconocimiento.
Hanoch McCarty
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