"La libre expresión de las opiniones se permite formalmente, pero en la práctica está prohibida".
"En general se consideran acciones criminales y son objeto de profundo desprecio por parte de todos los pueblos civilizados".
"Muchas veces se acumulan en mí tantas cosas que no tengo otro remedio que tomar la pluma y poner mis ideas y sentimientos en un papel antes de que me ahoguen, y después resulta que toda la tinta y el esfuerzo fueron en vano, porque no puedo dejar que se imprima el resultado".
Conclusión: la libertad de expresión es "privilegio de los muertos" sobre todo cuando es una opinión impopular.
Mark Twain
CARTAS DESDE LA TIERRA
INTRODUCCIÓN
El Creador se sentó sobre el trono, pensando. Tras de sí, se extendía el continente ilimitado del cielo, impregnado de un resplandor de luz y color. Ante Él, como un muro, se elevaba la noche del Espacio. En el cenit, Su poderosa corpulencia descollaba abrupta, semejante a una montaña. Y Su divina cabeza refulgía como un sol distante. A sus pies había tres arcángeles, figuras colosales disminuidas casi hasta desaparecer por el contraste, con las cabezas al nivel de sus tobillos.
Cuando el Creador hubo terminado de reflexionar, dijo:
“He pensado, ¡contemplad!”.
Levantó la mano, y de ella brotó un chorro de fuego, un millón de soles maravillosos que rasgaron las tinieblas y se elevaron más y más y más lejos, disminuyendo en magnitud e intensidad al traspasar las remotas fronteras del Espacio, hasta ser, al fin, puntas de diamantes resplandeciendo en el vasto techo cóncavo del universo.
Al cabo de una hora fue disuelto el Gran Consejo.
Sus miembros se retiraron de la Presencia impresionados y cavilosos, dirigiéndose a un lugar privado donde pudieran hablar con libertad. Ninguno de los tres quería tomar la iniciativa, aunque cada uno deseaba que alguien lo hiciera. Ardían en deseos de discutir el gran acontecimiento, pero preferían no comprometerse hasta saber cómo lo consideraban los demás. Se desarrolló así una conversación vaga y llena de pausas sobre asuntos sin importancia, que se arrastró tediosamente, sin objetivo, hasta que por fin el arcángel Satanás se armó de valor –del que tenía una buena provisión- y abrió el fuego. Dijo: -todos sabemos el tema a tratar aquí, señores, y ya podemos dejar los fingimientos y comenzar. Si ésta es la opinión del Consejo…
-¡Lo es, lo es!-, expresaron Gabriel y Miguel, interrumpiendo agradecidos.
-Muy bien, entonces, procedamos. Hemos sido testigos de algo maravilloso; en cuanto a eso, estamos necesariamente de acuerdo. En cuanto a su valor –si es que lo tiene- es cosa que personalmente no nos concierne. Podemos tener tantas opiniones como nos parezca, y ése es nuestro límite. No tenemos voto. Pienso que el Espacio estaba bien así, y que era útil, además. Frío y oscuro, un lugar de descanso ocasional después de una temporada en los agotadores esplendores y el clima excesivamente delicado del Cielo. Pero éstos son detalles de poca monta. El nuevo rasgo, el inmenso rasgo distintivo es, -¿cuál caballeros?
-¡La invención e introducción de una ley automática, no supervisada, autorreguladora, para el gobierno de esas miríadas de soles y mundos girantes y vertiginosos!
-¡Eso es!- dijo Satanás. Ustedes perciben que es una idea estupenda. Nada semejante ha surgido hasta ahora del Intelecto Maestro. La Ley –la Ley Automática-, ¡la Ley exacta e invariable que no requiere vigilancia, ni corrección, ni reajuste mientras duren las eternidades! Él dijo que esos innúmeros y enormes cuerpos se precipitarían a través de las inmensidades del Espacio durante la eternidad, a velocidades inimaginables y en órbitas precisas, que nunca chocarían ya que nunca prolongarían o disminuirían sus períodos orbitales en más de una milésima parte de un segundo ¡en dos mil años! Ese es el nuevo milagro, y el mayor de todos: la Ley Automática. Y Él le asignó un nombre: Ley de la Naturaleza, y afirmó que la Ley de la Naturaleza es la Ley de Dios, nombres intercambiables para una y la misma cosa.
-Sí -acordó Miguel-, y Él dijo que establecerá la Ley Natural –la Ley de Dios- en todos sus dominios, y que su autoridad será suprema e inviolable.
-Además -agregó Gabriel-, dijo que pronto crearía animales y los pondría, de igual modo bajo la autoridad de esa Ley.
-Sí -respondió Satanás- lo escuché, pero no comprendí. ¿Qué son los animales, Gabriel?
-Ah, ¿cómo puedo saberlo? ¿Cómo podría saberlo ninguno de nosotros? Es una palabra nueva.
(Intervalo de tres siglos, tiempo celestial, el equivalente de cien millones de años, tiempo terrenal. Entra un Ángel Mensajero.)
-Caballeros, está haciendo los animales. ¿Les agradaría presenciarlo?
Fueron, vieron y se quedaron perplejos, profundamente perplejos, y el Creador lo notó, y dijo:
-Preguntad, responderé.
-Divino –dijo Satanás haciendo una reverencia- ¿para qué sirven?
-Constituyen un experimento en cuanto a Moral y Conducta. Observadlos y aprended.
Había miles de ellos. Estaban en plena actividad. Atareados, todos ellos -principalmente- en perseguirse unos a otros. Satanás hizo notar –después de haber examinado a uno con un poderoso microscopio:
-Esa bestia grande está matando a los animales más débiles, Divino.
-El tigre, sí. La ley de su naturaleza es la ferocidad. La ley de su naturaleza es la Ley de Dios. No puede desobedecerla.
-¿Entonces al obedecerla no comete falta alguna, Divino?
-No, no tiene culpa.
-Esa otra criatura, esa que está allí, es tímida, Divino, y sufre la muerte sin resistirse.
-El conejo, sí. Carece de valor. Es la ley de su naturaleza, la Ley de Dios. Debe obedecerla.
-¿Entonces no se le puede exigir que contradiga su naturaleza y se resista, Divino?
-No. A ningún animal se le puede obligar, honestamente, a contradecir la ley de su naturaleza, la Ley de Dios.
Transcurrido un largo tiempo y formuladas muchas preguntas, dijo Satanás: -la araña mata a la mosca, y la come; el pájaro mata a la araña, y la come; el gato montés mata al ganso; todos se matan unos a otros. Son asesinatos en serie. Hay aquí multitudes incontables de criaturas y todos matan y matan, todos son asesinos. ¿No son culpables, Divino?
-No son culpables. Es la ley de su naturaleza. Y siempre la ley de la naturaleza es la Ley de Dios. Ahora, ¡observad, contemplad! Un nuevo ser, la obra maestra: ¡el Hombre!
Hombres, mujeres, niños surgieron en tropel, en bandadas en millones.
-¿Qué haréis con ellos, Divino?
-Poner en cada individuo, en distintos grados y tonos, las diversas Cualidades Morales, en su conjunto, aquellas que se han estado distribuyendo una por vez, como única característica distintiva en el mundo animal carente del don de la palabra –valor, cobardía, ferocidad, gentileza, equidad, justicia, astucia, traición, magnanimidad, crueldad, malicia, violencia, lujuria, piedad, compasión, pureza, egoísmo, dulzura, honor, amor, odio, bajeza, nobleza, lealtad, falsedad, veracidad, engaño. Cada ser humano tendrá todo esto en sí, y eso constituirá su naturaleza. En algunos habrá características nobles y elevadas que sofocarán a las mezquinas, y esos se llamarán hombres buenos; en otros dominarán las características dañinas, y esos se llamarán hombres malos. Observad, contemplad, ¡desaparecen!
-¿Dónde han ido, Divino?
-A la Tierra, ellos y los demás animales.
-¿Qué es la Tierra?
-Un pequeño globo que hice una vez, hace dos tiempos y medio. Ustedes lo presenciaron pero no lo distinguieron en la explosión de mundos y soles que surgieron de mi mano. El hombre es un experimento, los otros animales son otro experimento. El tiempo demostrará si el esfuerzo valía la pena. La exhibición ha terminado; pueden retirarse, caballeros.
Pasaron varios días.
Esto representa un largo período de nuestro tiempo, ya que en el cielo un día equivale a mil años. Satanás había hecho comentarios admirativos sobre algunas de las refulgentes industrias del Creador –comentarios que, leyendo entre líneas, resultaban sarcasmos-. Se los había hecho confidencialmente a los amigos de quienes estaba seguro, los otros arcángeles, pero algunos ángeles lo oyeron e informaron al Cuartel General.
Se le condenó al destierro por un día: un día celestial. Era un castigo al que estaba acostumbrado, gracias a su lengua demasiado suelta. Anteriormente lo habían deportado al Espacio, por no haber otro lugar donde mandarlo, y allí había revoloteado, aburriéndose, en la noche eterna y el frío del Ártico; pero ahora se le ocurrió ir más allá y buscar la Tierra para ver cómo estaba resultando el experimento de la Raza Humana.
Después de un tiempo escribió –muy privadamente- sobre este tema a San Miguel y a San Gabriel.
CARTA I
Este es un lugar extraño, un lugar extraordinario e interesante. No hay allí nada que se le parezca. Toda la gente es loca, al igual que los animales, la Tierra y la Naturaleza misma. El hombre es una rareza maravillosa. En las condiciones más favorables, es una especie de ángel del grado más bajo enchapado en níquel; en las peores, es indescriptible, inimaginable; y siempre, el hombre constituye un sarcasmo. Y sin embargo, con toda sinceridad, y halagándose, se llama a sí mismo “la obra más noble de Dios”. Es verdad lo que les digo. Y esta idea no es nueva en él: la ha pregonado a través de todos los tiempos, creyendo en ella. Nadie, en toda su raza, se ha reído de tal pretensión.
Más aún –si puedo obligar a ustedes a hacer otro esfuerzo de imaginación- está convencido de ser el favorito del Creador. Piensa que el Creador está orgulloso de él, hasta cree que el Creador lo ama, que siente pasión por él, que se queda levantado de noche para admirarlo; sí, y que está para protegerlo y alejarlo de problemas. Le reza y cree que Él lo escucha. ¿No es una idea curiosa? Llena sus oraciones de toscas alabanzas floridas y de mal gusto, y piensa que Él se siente ronroneando a gozar de esas extravagancias. Los hombres rezan todos los días pidiendo ayuda, favores y protección, y lo hacen con esperanza y con fe, aunque ninguna de sus oraciones jamás ha recibido respuesta alguna. La afrenta diaria no lo desanima: siguen rezando lo mismo. Hay algo casi noble en su perseverancia. Y ahora debo exigirles otro esfuerzo: ¡el hombre cree que irá al Cielo!.
Tiene maestros asalariados que así lo afirman. También le dicen que hay un infierno de fuego inextinguible, al que irá si no guarda los Mandamientos. ¿Qué son los Mandamientos? Son algo muy curioso. Se los comentaré más adelante.
CARTA II
“Nada les he dicho sobre el hombre que no sea cierto” Deben perdonarme si repito esta observación de vez en cuando en mis cartas; quiero que tomen en serio lo que les cuento y siento que si yo estuviera en el lugar de ustedes y ustedes en el mío, necesitaría este recordatorio cada tanto para evitar que flaqueara mi credulidad.
Porque no hay nada en el hombre que no resulte extraño para un inmortal. No ve nada como lo vemos nosotros, su sentido de las proporciones es completamente distinto y su sentido de los valores diverge tanto que, a pesar de nuestra gran capacidad intelectual, es improbable que aun el mejor dotado de nosotros pueda nunca llegar a entenderlo.
Tomen, por ejemplo, esta muestra: Ha imaginado un Paraíso y dejo fuera del mismo el supremo de los deleites, el éxtasis único que ocupa el primerísimo lugar en el corazón de todos los individuos de su raza –y de la nuestra-: ¡el contacto sexual!.
Es como si a un agonizante, perdido en un desierto abrasador, le permitiese un eventual salvador poseer todo aquello largamente deseado, exceptuando un anhelo, y éste escogiera eliminar el agua.
Su Cielo se le asemeja: extraño, interesante, asombroso, grotesco. Les doy mi palabra. No posee una sola característica que él realmente valore. Consiste –entera y completamente- en diversiones que no le atraen en absoluto aquí en la Tierra, pero que está seguro de que le gustaran en el Cielo. ¿No es extraño? ¿No es interesante? No deben pensar que exagero, porque no es así. Les daré detalles.
La mayor parte de los hombres no cantan, no saben hacerlo, ni se quedan donde otros cantan si el canto se prolonga por más de dos horas. Presten atención a eso.
Solamente dos hombres de cada cien tocan un instrumento musical y no hay cuatro de cien que tengan deseos de aprender a hacerlo. Tomen nota.
Muchos hombres rezan, no a muchos les agrada. Unos cuantos oran largo tiempo, los otros abrevian.
Van a la iglesia más hombres de los que quieren hacerlo.
Para cuarenta y nueve de cada cincuenta hombres el día santo es insufriblemente aburridor.
De todos los hombres que asisten a una iglesia un domingo, dos tercios ya están cansados a la mitad del servicio y el resto antes de que termine.
El momento más grato para ellos es aquél en que el sacerdote alza las manos para la bendición. Se puede oír el suave murmullo de alivio que recorre la nave y apreciar su gratitud.
Cada nación menosprecia a las demás.
Cada nación detesta a todas las demás.
Las naciones de raza blanca desprecian a las naciones de color, de cualquier tinte, y si pueden, las someten a opresión.
Los hombres blancos rehúsan mezclarse con “los negros”, o casarse con ellos.
No les permiten el acceso a sus escuelas o a sus iglesias.
Todo el mundo odia a los judíos, no lo toleran a menos que sean ricos.
Les ruego que tomen nota de estos detalles.
Más aún. La gente cuerda detesta los ruidos.
A todos, cuerdos o locos, les gusta tener variedad en la vida. La monotonía los cansa rápidamente.
Todos los hombres, según la capacidad mental que les haya tocado en suerte, ejercitan su intelecto constantemente, sin cesar, y esa ejercitación constituye una parte esencial, vasta y preciada, de su vida. Aquel con un intelecto mínimo, así como aquel con uno superior, posee algún tipo de habilidad, y siente gran placer en ponerla a prueba, verificándola, perfeccionándola. El niño que supera a su camarada en el juego, es tan laborioso y tan entusiasta en su práctica como lo es el escultor, el pintor, el pianista, el matemático, y el resto. Ni uno de ellos podría ser feliz si se le vedara el uso del talento.
Pues ahora, ya tienen ustedes los hechos. Saben qué le gusta a la raza humana y qué le disgusta. Ha inventado un Cielo, sacado de su propia cabeza, por sí solo: ¡adivinen cómo es! Ni en mil quinientas eternidades podrían hacerlo. Ni la mente más capaz que ustedes o yo conociéramos en cincuenta millones de infinitudes podría hacerlo. Muy bien, les diré cómo es:
1.- Ante todo, les recuerdo el hecho extraordinario por el cual comencé. A saber, que el ser humano, al igual que los inmortales, valora desde luego, el acto sexual sobre todos los demás goces, ¡y sin embargo lo excluye de su paraíso!; solamente pensar en el acto lo excita, la oportunidad lo enloquece. En este estado y por alcanzar el irresistible clímax está dispuesto a arriesgar la vida, su reputación, todo, hasta su propio y extraño Paraíso. Desde la juventud hasta la edad madura los hombres y mujeres valoran la cópula por encima de todos los otros placeres combinados; y sin embargo es como les dije, no existe en el Cielo de estos seres, la oración ocupa su lugar.
Así es como la aprecian; pero como todos sus llamados “dones”, es una insignificancia. En su mejor y más plena realización el acto es breve más allá de cuanto pueda imaginarse, quiero decir, de cuanto pueda imaginar un inmortal. En cuanto a su repetición, el hombre es limitado, oh, mucho más allá de lo que puedan concebir los inmortales. Nosotros, los que prolongamos el acto y su éxtasis supremo sin interrupción y sin retracción durante siglos, nunca podremos comprender y compadecer adecuadamente la enorme pobreza de estos seres en lo que se refiere a esta exquisita gracia que, tal como la poseemos nosotros, vuelve tan triviales las demás posesiones que ni siquiera vale la cuenta mencionarlas.
2.- En el Cielo del hombre, ¡todos cantan! El que no cantaba en la Tierra allí lo hace, el que no sabía cantar en la Tierra ahí sabe. Este canto universal no es casual ni circunstancial, ni se alivia con intervalos de silencio; sigue ininterrumpida y diariamente durante un período de doce horas. Y todos se quedan ahí; mientras que en la Tierra, el lugar quedaría vacío en dos horas. El canto consiste sólo en himnos religiosos. No, es un solo himno religioso. Las palabras son siempre las mismas, alrededor de una docena en número, no hay rima, no hay poesía: “Hosanna, hosanna, hosanna, señor Dios del Sabaoth, ¡ra! ¡ra! ¡ra! ¡siss! ¡bum!... ¡Ah!”.
3.- Mientras tanto, todas las personas tocan el arpa: !millones y millones!, aunque en la Tierra nos más de veinte de cada mil sabían tocar un instrumento, o siquiera desearon hacerlo alguna vez.
Piensen en ese huracán de sonido ensordecedor: millones y millones de voces chillando al mismo tiempo y millones y millones de arpas rasgando al mismo tiempo. Yo les pregunto: ¿es odioso, es detestable, es horroroso?.
Consideren aún más: ¡es un oficio de alabanza; una liturgia de loa, de lisonja, de adulación! ¿Me preguntan ustedes quién es el que está dispuesto a tolerar esta extraña adulación, esta adulación insana; y que no sólo la soporta, sino que la disfruta, la exige, la ordena? ¡Contengan la respiración! ¡Es Dios! El Dios de esta raza, quiero decir. Se sienta en su trono, asistido por sus veinticuatro ancianos y otros dignatarios de la corte, y pasea la mirada sobre kilómetros y kilómetros de adoradores tempestuosos y sonríe, y ronronea, inclinando la cabeza con satisfecha aprobación en dirección al Norte, al Este y al Sur: el espectáculo más raro y cándido imaginado hasta ahora en este universo, a mi modo de pensar.
Es fácil deducir que el Inventor del cielo no fue el creador original, sino que copió las ceremonias teatrales de algún pobre e insignificante estado soberano de algún rincón de las atrasadas poblaciones de Oriente.
Toda la gente blanca cuerda detesta el ruido y, sin embargo, acepta con tranquilidad un cielo de esta clase –sin pensar, sin reflexionar, sin estudiarlo- y en verdad quiere alcanzarlo. Viejos de cabeza cana, profundamente devotos, emplean gran parte de su tiempo en soñar con el día feliz en que dejarán los cuidados de esta vida para penetrar en las alegrías de ese lugar. A pesar de eso se puede ver qué irreal es para ellos y qué poco convencidos están de que sea un hecho, porque no hacen ningún preparativo práctico para el gran cambio. Nunca se ve a ninguno de ellos con un arpa, ni se oye cantar a ninguno.
Como ven, ese espectáculo singular es una ceremonia de alabanza: alabanza por medio de cantos, alabanza por postración. El cielo está representado por “la iglesia”. Pues bien, en la Tierra esta gente no puede soportar demasiada iglesia. Una hora y cuarto es el máximo y se establece el límite en una vez por semana. Es decir, el domingo. Un día de cada siete; y aún así, no lo espera con ansias. En consecuencia, consideren lo que el Cielo les reserva: ¡una “iglesia” que dura para siempre y un Sabat que no tiene fin! Aquí se cansan pronto de su breve Sabat hebdomadario, pero desean con ansia el que es eterno; sueñan con él, hablan de él, piensan que piensan que van a disfrutar de él, ¡con todo su simple corazón piensan que piensan que van a ser felices en él!.
Es porque no piensan en absoluto; sólo piensan que piensan; ni dos de cada diez seres humanos tiene con qué pensar. Y en cuanto a imaginación, ¡oh, bueno, consideren su Cielo! Lo aceptan, lo aprueban, lo admiran. Es un parámetro de su capacidad intelectual.
4.- El inventor de ese Cielo incluye en él a todas las naciones de la Tierra en un embrollo común. En absoluta igualdad, ninguna se destaca sobre las otras; todos tienen que ser “hermanos”, mezclarse, orar juntos, tocar el arpa y cantar hosannas –blancos, negros y judíos, sin distinción-. Aquí en la Tierra las naciones se odian unas a otras y todas odian a los judíos. Sin embargo, las personas piadosas adoran ese Cielo y quieren entrar en él. Realmente lo desean. ¡Y en sus raptos de santidad piensan que piensan que si estuvieran allí tomarían a todo el populacho contra su corazón, y lo abrazarían, lo abrazarían, lo abrazarían!.
¡El hombre es una maravilla! Me gustaría saber quién lo inventó.
5.- Cada hombre de la Tierra posee una porción de intelecto, grande o pequeña, de la cual se enorgullece. Su corazón se expande anta la sola mención de los líderes intelectuales de su raza y ama los relatos de sus espléndidos logros. Porque comparten la misma sangre, y al haberse ellos cubierto de gloria honran a sus descendientes. ¡Mirad –exclama-, lo que puede hacer la mente del hombre!; y pasa lista a los ilustres de todas las épocas. Señala las literaturas imperecederas que han dado al mundo, las maravillas mecánicas que han inventado, y las glorias con que han vestido a las ciencias y a las artes. Ante ellos se descubre como ante los reyes, y les rinde su más profundo homenaje, el más sincero que pueda ofrecer su corazón exultante –y superpone así el intelecto sobre las demás cosas de su mundo-, entronizándolo bajo la bóveda celestial en una supremacía inalcanzable. Y luego imagina un Cielo sin asomo de intelectualidad.
¿Es extraño, curioso, sorprendente? Es exactamente como lo cuento, aunque pueda parecer increíble. Este sincero adorador del intelecto y pródigo remunerador de sus servicios aquí en la Tierra ha inventado una religión y un paraíso que no rinden homenaje alguno al intelecto, ni le ofrecen distinciones, ni lo hacen objeto de su liberalidad. En realidad, nunca lo mencionan.
Ya habrán notado ustedes que el Cielo del ser humano ha sido proyectado y construido sobre un plan absolutamente definido; ¡y este plan contiene un elaborado detalles de todo aquello que es repulsivo para el hombre, nada que le guste!.
Muy bien, cuanto más adelante prosigamos, más aparente se hará este curioso hecho.
Tomen nota de esto. En el Cielo del hombre no hay ejercicio para el intelecto, nada que pueda alimentarlo. Allí se pudriría en un año, se pudriría y apestaría. Se pudriría y apestaría y en ese estado alcanzaría la santidad. Una bendición, porque sólo los santos pueden tolerar los goces de ese manicomio.
CARTA III
A estas alturas ustedes sabrán muy bien que el ser humano es una cosa muy extraña. En tiempos pasados tuvo cientos de religiones (al desgastarlas, las desechó); hoy mantiene cientos y cientos de ellas, y crea no menos de tres nuevas cada año. Aunque aumentara las cifras, seguiría estando por debajo de la realidad.
Una de las principales religiones es la llamada Cristiana. Estarán seguramente interesados en que les haga una breve descripción de esta religión, la cual está explicada en un libro de dos millones de palabras, el Viejo y el Nuevo Testamento. Se le conoce también por otro nombre: la Palabra de Dios. Pues los cristianos creen que cada palabra del libro fue dictada por Dios, Ése del cual les he hablado.
Este es un libro de un interés extraordinario, colmado de noble poesía, que contiene varias fábulas agradables, algunas historias sanguinarias, uno que otro buen consejo moral y una increíble cantidad de obscenidades. Contiene además no menos de mil mentiras.
La Biblia está constituida esencialmente a partir de los fragmentos de otras biblias que estuvieron de moda y después entraron en decadencia: carece, por lo tanto, de toda originalidad. Los 3 ó 4 acontecimientos más impresionantes e importantes que se narran en ella estaban ya en las biblias precedentes, y lo mismo puede decirse con respecto a los preceptos o a las más loables de sus normas de comportamiento. Hay solo un par de cosas nuevas: el infierno, por ejemplo, y ese tipo de paraíso del que ya les hablé en otra de mis cartas.
¿Qué podemos hacer? Si creemos, como esta gente, que Dios inventó estas crueldades, Lo difamamos; si creemos que ellos las inventaron, difamamos a los hombres. Es un desagradable dilema en cualquier caso, porque ninguna de las partes nos ha hecho ningún daño.
A favor de la paz, tomemos partido. Unamos fuerzas con la gente y carguémosle este ofensivo cargo a Él: el Cielo, el infierno, la Biblia, todo, en fin. No es bueno, ni parece justo y, sin embargo, al considerar ese Cielo agobiante, cargado con todo lo que es repulsivo para el ser humano, ¿cómo podemos creer que un ser humano lo inventó? Y cuando llegue a hablarles del infierno, la presión será mayor aún, y ustedes probablemente dirán: no, ningún hombre creará un lugar semejante ni para sí mismo ni para otro; es simplemente imposible.
La ingenua Biblia nos hace el relato de la Creación. ¿De qué? ¿Del Universo? Sí, precisamente del Universo. ¡Y en seis días!
Su autor es Dios, el cual concentró toda su atención sobre este mundo, el cual construyó en cinco días; pero le bastó un solo día para crear veinte millones de soles y al menos ochenta millones de planetas.
Y ¿para qué servía todo esto según sus intenciones? Tan solo para iluminar este mundito de los hombres. Este fue su único objetivo, y ningún otro. Uno de los veinte millones de soles (el más pequeño) debía iluminar la Tierra de día, y el resto tenía la función de ayudarle a una de las innumerables lunas del universo a atenuar las tinieblas de la noche.
Es evidente que él creía que sus flamantes cielos quedaban sembrados de diamantes con esas miríadas de estrellas titilantes tan pronto como el sol del primer día se hundía en el horizonte; cuando en realidad ni una sola estrella podía brillar en esa negra bóveda hasta tres años y medio después de que se completara la formidable industria de aquella semana memorable. Luego apareció una estrella, única, solitaria, y comenzó a titilar. Tres años más tarde apareció otra. Las dos brillaron juntas por más de cuatro años antes de que se les uniera una tercera. Al cabo de la primera centuria no había siquiera veinticinco estrellas brillando en las vastas inmensidades de esos tristes cielos. Al cabo de mil años no había aún el suficiente número de estrellas visibles para constituir un espectáculo. Al cabo de un millón de años solamente la mitad del despliegue actual había enviado su luz a través de las fronteras telescópicas, y pasó otro millón hasta que sucediera lo mismo con el resto. No habiendo telescopios en esa época, no pudo observarse el advenimiento.
Desde hace trescientos años los astrónomos cristianos saben que su divinidad no creó las estrellas en aquel fatídico día, pero el astrónomo cristiano no se detiene en estos detalles. Ni tampoco lo hace el sacerdote.
En su Libro, Dios es elocuente en la alabanza de sus poderosas obras, y las califica con los nombres más grandes que encuentra, indicando así que siente una fuerte y justa admiración por las magnitudes; por otra parte hizo esos millones de soles prodigiosos para iluminar este orbe pequeñísimo, en vez de señalar al pequeño sol de este orbe la obligación de asistirlos. Él menciona a Arcturus; una vez fuimos allí. ¡Es una de las lámparas nocturnas de la Tierra! Ese globo gigantesco que es cincuenta mil veces más grande que el sol de esta Tierra, y que comparado con él es como un melón frente a una catedral. A pesar de eso, los chicos todavía aprenden en la escuela dominical que Arcturus fue creado para contribuir a iluminar esta Tierra; y el niño crece y continúa creyéndolo mucho después de haber descubierto que todas las probabilidades están contra ello. Según la Biblia y sus siervos, el universo tiene solamente seis mil años. En los últimos cien años, algunas mentes estudiosas e inquisitivas descubrieron que su formación bordea los cien millones de años.
En seis días Dios creó al hombre y los demás animales.
Creó un hombre y una mujer y los puso en un delicioso jardín, junto con las otras criaturas. Y allí vivieron, durante algún tiempo, en armonía, felices, florecientes de juventud. Pero no duró mucho. Dios les había advertido al hombre y a la mujer que no comieran del fruto de cierto árbol. Y agregó una advertencia muy extraña: dijo que si comían de ese fruto morirían. Extraño, digo, puesto que si ellos no habían visto nunca la muerte, no habrían podido entender qué quería decir Dios con eso. Ni Él ni ningún otro Dios hubiera podido hacerles entender a esos hijitos inocentes lo que quería decir sin mostrarles al menos un ejemplo. La sola palabra carecía de sentido para ellos, al igual que para un niño de días.
Poco después, una serpiente los buscó a solas, y se dirigió hacia ellos caminando erguida, como era la costumbre de las serpientes en esos días. La serpiente les aseguró que el fruto prohibido llenaría de conocimiento sus mentes vacías. Así que comieron, lo que era natural pues el hombre está hecho de tal manera que siempre está ansioso de saber, a diferencia del sacerdote erigido como representante e imitador de Dios y cuya tarea desde el primer momento fue evitar que aprendiera algo útil.
Adán y Eva comieron, pues, el fruto prohibido e inmediatamente una gran luz penetró en sus oscuras mentes. Habían adquirido conocimientos ¿Qué conocimientos? ¿Conocimientos útiles? No, simplemente el conocimiento de que existía una noción del bien y una noción del mal, y cómo hacer el mal. Por lo tanto, hasta ese momento todos sus actos habían sido sin mácula, sin culpa, inocentes.
Pero ahora podían hacer el mal y sufrir por ello; ahora habían adquirido lo que la Iglesia denomina una posesión invaluable: el sentido moral. Ese sentido que distingue al hombre de la bestia y lo coloca en una situación superior y no inferior, donde uno supondría que sería el lugar apropiado, puesto que él tiene siempre la mente sucia y es culpable y las bestias siempre tienen la mente limpia y son inocentes. Es como considerar más valioso un reloj que siempre tiende a descomponerse que uno que no se descompone nunca.
La Iglesia todavía considera el Sentido Moral cómo la más noble posesión del hombre en la actualidad, aunque la Iglesia sabe que Dios tiene, sin lugar a dudas, una opinión muy pobre de este sentido y que hizo cuanto pudo, aunque con poco tino como siempre, por impedir que sus felices hijos del Edén lo adquirieran.
Muy bien, Adán y Eva sabían ahora lo que era el mal y cómo hacerlo. Sabían cómo realizar distintas clases de hechos malos, y entre ellos sobresalía uno. Aquel que más le preocupaba a Dios: el arte y el misterio de las relaciones sexuales. Para ellos esto fue un magnífico descubrimiento, tanto que dejaron de pasear ociosos y se dedicaron en cuerpo y alma a esta actividad, pobres jovencitos entusiastas. Estaban precisamente dedicados a una de estas celebraciones, cuando sintieron que Dios se acercaba, caminando entre los matorrales que es una de sus costumbres vespertinas, y se quedaron paralizados del miedo. ¿Por qué? Porque estaban desnudos, y antes no se habían dado cuenta nunca de eso. Antes no les importaba. Ni a Dios tampoco.
Fue en aquel momento memorable cuando nació la impudicia, y cierta gente la valora desde entonces, aunque por cierto les costaría decir por qué.
Adán y Eva entraron al mundo desnudos y sin ninguna vergüenza, desnudos y puros de corazón, y ninguno de sus descendientes se ha asomado al mundo de otra forma: todos nacieron desnudos, sin vergüenza alguna y puros de corazón, sin pensar que la desnudez es impúdica. Se hizo necesario que adquirieran la impudicia y una mente sucia; no había otra manera de conseguirlo. El primer deber de una madre cristiana consiste en corromper el ánimo de su hijo, y es deber que ella nunca descuida. Si su criatura crece y llega a ser misionero, su misión consiste en ir adonde los salvajes inocentes o adonde los japoneses civilizados, a corromperles el ánimo. Después de lo cual todos estos descubren la impudicia, esconden sus cuerpos y dejan de bañarse juntos desnudos.
La convención mal llamada pudicia no tiene grado de normalidad y no puede tenerlo, porque contraría a la naturaleza y a la razón. Es, por lo tanto, un artificio y está sujeto a la ocurrencia, al capricho enfermizo de cualquiera. Así, en la India, la dama refinada cubre su faz y sus senos y deja las piernas desnudas, mientras que la refinada dama europea se cubre las piernas y expone su rostro y sus senos. En tierras habitadas por inocentes salvajes, la refinada dama europea pronto se acostumbra a la absoluta desnudez de los nativos adultos y deja de sentirse ofendida por ella. En el siglo XVIII, un conde y una condesa franceses muy cultos –sin ningún parentesco entre sí- naufragaron en una isla deshabitada, sin otra ropa que la de dormir. Pronto quedaron desnudos. Y también avergonzados. Al cabo de una semana su desnudez ya no les molestó y pronto dejaron de pensar en ella.
Ustedes nunca han visto a una persona con ropa. Pues bien, no se han perdido de nada.
Pero sigamos con las curiosidades bíblicas. Naturalmente ustedes pensarán que la amenaza de castigar a Adán y Eva por su desobediencia no habrá sido mantenida, en vista de que no se habían creado a sí mismos, ni su propia naturaleza, ni sus propias debilidades, y por lo tanto no podían ser responsables de sus actos frente a nadie. Les sorprenderá saber que la amenaza fue verdaderamente mantenida: Adán y Eva fueron castigados y todavía hoy en día hay defensores de ese crimen. La sentencia de muerte fue ejecutada.
Como podrán notar fácilmente, la única Persona responsable de la falta cometida por la pareja no tuvo ningún castigo, y más aún, se convirtió en verdugo de los inocentes.
En vuestro país, así como en el mío, podríamos burlarnos de esta clase de moralidad, pero no sería amable hacerlo en la Tierra. Muchos hombres sobre la Tierra poseen la capacidad de razonar, pero no la usan en materias religiosas.
Los intelectos más iluminados les dirán que cuando un hombre ha procreado un hijo, el padre está moralmente obligado a cuidarlo con ternura, a protegerlo de las heridas y las enfermedades, a vestirlo, nutrirlo, a soportarle los caprichos, a no ponerle la mano encima a no ser como gesto de afecto o por su propio bien, y nunca, en ningún caso, a infligirle alguna crueldad arbitraria. La forma en que Dios trata, día y noche, a sus hijos es todo lo contrario: y sin embargo esos mismos intelectos iluminados justifican con calor tales crímenes, los perdonan y los excusan, y más aún rechazan indignados que se consideren crímenes cuando es Él quien los comete. Vuestro país y el mío son sin duda interesantes, pero no hay nada allí que se aproxime a la mente humana.
Así fue pues que Dios expulsó a Adán y Eva del Paraíso terrenal, y por lo tanto los asesinó; y por el simple motivo de que desobedecieron una orden que Él no tenía ningún derecho de dar. Pero la cosa no paró ahí como verán. Dios tiene un código moral para Sí mismo y otro muy distinto para sus hijos. Les exige a estos que traten con justicia y con suma bondad a los pecadores y que les perdonen no una vez sino setenta veces siete: pero Él no trató a nadie con bondad ni con justicia. No perdonó ni siquiera el primer pecadito a esa parejita de jóvenes inexpertos, tranquilos e inocentes. Hubiera podido decirles: "Por esta vez no los voy a castigar, los voy a poner a prueba nuevamente". ¡Qué va! Al contrario, decidió castigar incluso a los hijos de ellos por toda la eternidad, por una culpa trivial cometida por otros mucho antes de que ellos hubieran nacido. Y todavía los sigue castigando. ¿Con suavidad? Claro que no; de una manera atroz.
Ustedes pensarán naturalmente que un ser que se porta como Éste, no debe de ser muy amado entre los hombres. Ni se lo imaginen: el mundo lo llama Justo, Virtuoso, Bueno, Clemente, Bondadoso, Compasivo, Aquel que más nos ama, Fuente de toda verdad y de toda moral. Y semejantes sarcasmos se repiten todo el día por el mundo entero, pero no son sarcasmos deliberados. No, los dicen con toda seriedad y los pronuncian sin una sonrisa.
CARTA IV
Así la Primera Pareja fue expulsada del Edén bajo una maldición, una maldición eterna. Habían perdido todos los placeres que poseyeran antes de “La caída” y, sin embargo, eran ricos, porque habían ganado uno que valía por todo el resto: conocían el Arte Supremo.
Lo practicaban con diligencia y se sentían plenos de satisfacción. La Deidad les ordenó practicarlo. Ellos obedecieron esta vez. Pero fue afortunado que no se los prohibiera, pues lo hubiesen practicado de todas maneras, aunque lo hubieran prohibido mil Deidades.
Vinieron las consecuencias. Con el nombre de Caín y Abel. Y éstos tuvieron hermanas; y supieron qué hacer con ellas. Y por lo tanto hubo nuevas consecuencias. Caín y Abel engendraron varios sobrinos y sobrinas. Estos, a la vez, engendraron primos segundos. En este punto, la clasificación de los parentescos comenzó a hacerse difícil y se abandonó la idea de mantenerla.
La grata tarea de poblar el mundo continuó de una época a otra, y con la mayor eficiencia; porque en esos días dichosos los sexos todavía eran eficientes en el Arte Supremo, cuando en verdad deberían haber muerto ochocientos años antes. El sexo precioso, el sexo amado, el sexo bello estaba entonces, manifiestamente en su apogeo, pues atraía hasta a los dioses. Dioses verdaderos. Bajaban del cielo y pasaban momentos de goce delicioso con eso cálidos pimpollos jóvenes. La Biblia lo cuenta. Mediante la ayuda de esos visitantes extranjeros la población aumentó hasta completar varios millones. Pero fue una desilusión para la Deidad. Estaba descontento con su moral, que, en ciertos aspectos, no era mejor que la suya propia. En realidad era una imitación descomedidamente buena de la suya. Decidió que el pueblo era totalmente malo, y como no sabía de qué modo reformarlo, juiciosamente decidió abolirlo. Esta es la única idea realmente superior y evolucionada que le acredita su Biblia, y hubiera establecido su reputación para siempre si se hubiera mantenido firme y la hubiera realizado. Pero siempre fue inestable –excepto en su propaganda- y su buena resolución cedió. Se sentía orgulloso del hombre. Era su mejor invento, su favorito después de la mosca común, y no podía soportar la idea de perderlo del todo; así que finalmente decidió salvar a unos ejemplares y ahogar al resto.
Nada pudo ser más típico de Él. Había creado a todos esos seres infames y sólo Él era responsable de su conducta. Ni uno de ellos merecía la muerte, pero extinguirlos era una buena política; principalmente porque al crearlos había cometido el crimen maestro, y estaba claro que al permitirles que siguieran procreando agrandaría ese crimen. Pero al mismo tiempo no podía haber justicia, equidad, ni favoritismo alguno: debían ahogarse todos o ninguno.
No, pero Él no quiso eso; tuvo que salvar media docena y poner a prueba la raza una vez más. No podía prever que se corromperían de nuevo, porque Él es Sapientísimo sólo en la propaganda.
Salvó a Noé y a su familia e hizo arreglos para eliminar al resto. Él diseño el Arca, y Noé la construyó. Ninguno de los dos había hecho un arca antes, ni sabía nada de ellas; y así tenía que esperarse que el resultado fuera algo inusual. Noé era un campesino, y aunque sabía qué requisitos debía satisfacer el Arca, era absolutamente incapaz de decir si ésta sería del tamaño suficiente (y no lo era) para cumplir las necesidades, de modo que no se aventuró a dar consejo. La Deidad ignoraba si era lo suficientemente grande, pero corrió el riesgo y no tomó las medidas adecuadas. Al fin de cuentas, la nave resultó demasiado pequeña, y el mundo sigue sufriendo las consecuencias.
Noé construyó el Arca. La construyó lo mejor que pudo, pero olvidó la mayoría de los detalles esenciales. No tenía timón, velas, brújula ni bombas, no tenía carta marina, ni ancla, barquilla ni luz o ventilación, y en cuanto al espacio para la carga –que era lo principal-, cuanto menos se diga al respecto mejor será. Tenía que permanecer once meses en el mar y necesitaba dos veces su volumen de agua potable. No podía utilizar el agua exterior: la mitad sería agua salada, y ni los hombres ni los animales terrestres podían beberla.
Debía salvarse un ejemplar de hombre, y también ejemplares de los demás animales. Ustedes tienen que comprender que cuando Adán comió la manzana del Jardín y aprendió a multiplicarse y repoblar, los otros animales también aprendieron el Arte observando a Adán. Fue muy inteligente de parte de ellos, muy habilidoso; porque sacaron provecho de la manzana cuando valía la pena sacarlo, sin probarla ni castigarse con la adquisición del desastroso Sentido Moral, padre de todas las inmoralidades.
CARTA V
Noé comenzó a seleccionar animales. Debía haber una pareja de cada especie de criatura que caminara o se arrastrara, nadara o volara, en el mundo de la naturaleza viviente. Sólo podemos deducir el tiempo empleado y su costo, pues no hay registro sobre estos detalles. Cuando Símaco hizo los preparativos para iniciar a su joven hijo en la vida adulta de la Roma imperial envió hombres a Asia, África y a todos lados a cazar animales para las luchas en el circo. Tres años emplearon esos hombres en reunir los animales y llevarlos a Roma. Sólo cuadrúpedos y yacarés, ya se sabe –nada de aves, serpientes, ranas, gusanos, piojos, ratas, pulgas, garrapatas, arañas, moscas, mosquitos-, nada más que los simples cuadrúpedos y los yacarés comunes; y ningún cuadrúpedo excepto los que luchaban. Y, sin embargo, fue como les dije: llevó tres años reunirlos, y el costo de los animales y el transporte y la paga de los hombres sumó cuatro millones y medio de dólares.
¿Cuántos animales? No lo sabemos. Pero fueron menos de cinco mil, pues ése fue el mayor número que se alcanzó para los espectáculos romanos, y fue Tito, no Símaco, quien lo logró, comparados con lo que se comprometió a hacer Noé. En cuanto a aves y bestias y seres de agua dulce tenía que reunir ciento cuarenta y seis mil clases; y de insectos más de dos millones de especies.
Difícil es atrapar a miles y miles de estos bichos, y si Noé no se hubiera dado por vencido y renunciado todavía estaría en la tarea, como solía decir Levítico. Pero no quiero decir que abandonó. Juntó tantos seres como podía alojar y luego se detuvo.
Si hubiera conocido la realidad desde el principio hubiese sabido que lo que se necesitaba era una flota de arcas. Pero él ignoraba cuantas clases de animales existían, al igual que su Jefe. Así que no incluyó a ningún canguro, zarigüeya, monstruo de Gila, ni ornitorrinco, y le faltaron un multitud de criaturas indispensables que el amante Creador había dispuesto para el hombre y a las que había olvidado, al internarse ellas en una parte de este mundo que Él nunca había visto y de cuyas actividades no estaba enterado. Y así todas estas especies se libraron por poco de perecer ahogadas.
Escaparon sólo por accidente. No hubo agua suficiente como para cubrirlo todo. Sólo alcanzó para inundar un pequeño rincón del globo. El resto del territorio se desconocía en ese entonces, y se suponía inexistente.
Sin embargo, lo que real y finalmente decidió a Noé a quedarse con las especies suficientes desde el punto de vista estrictamente práctico y dejar que las demás se extinguieran, fue un incidente ocurrido en los últimos días. Arribo un excitado forastero con ciertas noticias alarmantes. Contó qua había acampado entre valles y montañas como a seis mil millas de distancia, donde había visto algo maravilloso. Cuando, de pie, junto a un precipicio, contemplaba un ancho valle, vio avanzar un mar negro y agitado de extraña vida animal. Simios grandes como elefantes, ranas semejantes a vacas; un megaterio y su harén increíblemente numeroso; saurios y saurios y saurios, grupo tras grupo, familia tras familia, especie tras especie; de treinta metros de largo, nueve de alto, y doblemente belicosos; uno de ellos azotó con la cola a un desprevenido toro Durham y lo hizo volar casi cien metros por el aire hasta caer a los pies del hombre, pereciendo con un suspiro. El forastero afirmó que estos animales prodigiosos habían oído hablar del Arca y venían en camino. Venían a salvarse del diluvio. Y no venían en pares, venían todos: no sabían que los pasajeros estaban limitados a una pareja, dijo el hombre, y de todos modos no les importaban los reglamentos; estaban decididos a embarcar o exigirían muy buenas razones para no hacerlo. El hombre afirmó que el Arca no podría contener ni a la mitad de ellos. Además estaban hambrientos, y se comerían lo que hubiera, incluyendo la colección de animales y a la familia.
Estos hechos se omitieron en el relato bíblico. No se encuentra ni el menor indicio de ellos. Se silenció todo el asunto. No se menciona siquiera a estos grandes seres. Esto les demuestra a ustedes que cuando se deja un vacío culpable en algún contrato el asunto puede disimularse, tanto en las biblias como en cualquier otra parte. Esos poderosos animales serían ahora de inestimable valor para los hombres, ya que el transporte es tan caro y difícil; pero los perdieron. Por culpa de Noé, todos se ahogaron. Algunos de ellos hace ya ocho millones de años.
Ahora bien, el forastero narró su historia y Noé consideró que debía partir antes de la llegada de los monstruos. Lo hubiera hecho de inmediato, pero los tapiceros y decoradores del salón de las moscas todavía tenían que dar los últimos toques; y eso le hizo perder un día. Otro día se tardó en embarcar a las moscas, pues había sesenta y ocho billones y la Deidad temía aún que no fueran suficientes. Otro día se perdió acumulando cuarenta toneladas de basuras seleccionadas para el sustento de las moscas.
Por fin partió Noé; y justo a tiempo, porque al alcanzar el Arca la línea del horizonte llegaron los monstruos, uniendo sus lamentaciones a la de la multitud de padres y madres que lloraban y asustaban a los pequeños que se aferraban a las rocas barridas por las olas bajo la lluvia torrencial. Elevaban sus plegarias al Ser Inmensamente Justo e Inmensamente Misericordioso que nunca había respondido a una plegaria desde que esos peñascos se formaran por la acumulación de un grano de arena tras otro, y que seguiría sin responder a una sola de ellas cuando los siglos los hubieran convertido en arenas otra vez.
CARTA VI
A la tercera jornada, en torno al mediodía, se descubrió que faltaba una mosca. El viaje de regreso resultó largo y difícil, debido a la carencia de cartas de navegación y de brújula, y por el aspecto variable de la costa, con las altas mareas cubriendo o alterando los puntos de referencia. Después de dieciséis días de búsqueda seria y leal, se encontró por fin a la mosca, que fue recibida con himnos de alabanza y gratitud, mientras la Familia permanecía descubierta en señal de respeto a su origen divino. Estaba extenuada y el mal tiempo le había producido sufrimientos, pero aparte de eso estaba en buenas condiciones. Muchos hombres habían muerto de hambre con su familias en las cumbres áridas, pero a ella no le había faltado comida. La multitud de cadáveres se ofrecía en putrefacta y maloliente abundancia. Así fue providencialmente salvado el sagrado insecto.
Providencialmente. Esa es la palabra justa. Porque la mosca no había sido abandonada por accidente. No, intervino la mano de la Providencia. Los accidentes no existen. Todo sucede con algún fin. Está previsto desde los orígenes, desde el principio de los tiempos. Desde la aurora de la Creación el Señor había previsto que Noé, alarmado y confundido ante la invasión de los prodigiosos, futuros fósiles, huiría al mar prematuramente dejando atrás un mal inapreciable. Noé podría contraer enfermedades y podría contagiarlas a las nuevas razas humanas a medida que, éstas aparecieran en el mundo, pero le faltaría lo mejor: la fiebre tifoidea; un mal que, si las circunstancias son especialmente favorables, puede arruinar a un paciente por completo sin matarlo; tal vez pueda incorporarse nuevamente con largas expectativas de vida, pero sordo, mudo, ciego inválido e idiota. La mosca es su principal agente. Y es más competente y calamitosamente eficaz que todos los otros distribuidores del flagelo juntos. Y así, preordenada desde el principio, esta mosca no embarcó, con el fin de buscar un cadáver con tifoidea, alimentarse de su podredumbre y untarse las patas con los gérmenes para transmitirlos como tarea permanente al mundo repoblado. Y así, en los siglos transcurridos desde entonces, billones de lechos de enfermos se han surtido por esa mosca, que ha enviado billones de cuerpos en ruinas a arrastrarse por la tierra, ya ha reclutado cadáveres para llenar billones de cementerios.
Es muy difícil comprender la naturaleza del Dios de la Biblia, tal es la confusión de sus contradicciones. Con la inestabilidad del agua y la firmeza del hierro, una moral abstracta y de bondad santurrona, compuesta de palabras, y una moral concreta infernal expresada en actos; con mercedes pasajeras de las que se arrepiente para caer en una malignidad permanente.
Sin embargo, tras mucho cavilar se llega a la clave de su naturaleza, se puede, por fin, entenderla. Con una franqueza juvenil, extraña y sorprendente, Él mismo nos da la clave. ¡Son los celos!
Imagino que esto los dejará sin aliento. Ustedes saben –por que yo se los he dicho en una carta anterior- que entre los seres humanos los celos están claramente considerados como un defecto; una de las marcas distintivas de todas las mentes pequeñas, y de la cual hasta la más pequeña se avergüenzan. Niegan, mintiendo, si les acusa de tal debilidad pues la acusación hiere como un insulto.
Los celos. No lo olviden, recuérdenlo. Son la clave. Con esta clave llegamos, con el tiempo, a comprender a Dios; sin ella nadie puede entenderlo. Como he dicho, Él mismo exhibe esta clave de modo que todos puedan conocerla. Cándida, sinceramente, dice con el mayor desembarazo: “Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso”.
Es sólo otra forma de decir: “Yo, el Señor, tu Dios soy un pequeño Dios, un Dios, preocupado por las cosas pequeñas”.
Él advertía. No podía soportar la idea de que ningún otro Dios recibiera una parte del homenaje dominical de esta cómica e insignificante raza humana. Lo quería todo para Sí. Lo valoraba. Para Él representaba riqueza; exactamente como las monedas de lata para los zulúes.
Pero esperen, no soy justo; no lo presento como es, el prejuicio me ha llevado a decir lo que no es cierto. No dijo que quisiera el total de adulaciones; no dijo que no estuviera dispuesto a compartirlas con los otros dioses; lo que dijo fue: “No pondrás a otro Dios antes de mí”.
Es algo muy distinto, y lo coloca en una mejor posición, lo confieso. Había una abundancia de dioses. Los bosques, según dicen, estaban llenos de ellos, y todo lo que Él pedía era ser considerado en el mismo rango que los demás, no por encima de ellos, pero tampoco por debajo. Estaba dispuesto a que ellos fertilizaran a las vírgenes terrenales, pero no a concederles mejores términos que los que pudiera reservarse para Sí mismo. Quería ser considerado un igual. Sobre esto insistió en el más claro de los lenguajes; no permitiría otros dioses antes que Él. Podían marchar hombro con hombro, pero ninguno de ellos podría encabezar la procesión, ni reclamar para sí el derecho de hacerlo.
¿Creen que pudo mantenerse en esa recta y honorable posición? No. Podía aferrarse a una mala determinación para siempre, pero no podía mantener una buena ni por el plazo de un mes. Gradualmente descartó esta y, con frialdad, reclamó ser el único Dios del universo.
Como decía, los celos son la clave; están presentes a través de toda Su historia en lugar prominente. Son la sangre y los huesos de Su naturaleza, la base de su carácter. ¡Una insignificancia puede destruir Su compostura y desordenar Su juicio si despierta Sus celos! Y nada excita esta característica Suya tan rápida y seguramente y en forma tan exagerada como la sospecha de que se avecina la competencia. El temor de que si Adán y Eva comían del Árbol de la Sabiduría llegarían a ser “como dioses” Lo puso tan celoso que Su razón se vio afectada, y no pudo tratar a esos pobres seres con justicia o caridad, ni siquiera refrenarse de tratar a su inocente posteridad en forma cruel y criminal.
Hasta el presente Su razón no ha conseguido sobreponerse a esa sacudida; desde entonces Lo posee una loca sed de venganza, y Su ingenio natural ha llegado casi a la extenuación intentando inventar dolores, miserias, humillaciones y sufrimientos que amarguen la breve vida de los descendientes de Adán. ¡Consideren los males que ha ideado para ellos! Son múltiples; no hay libro que pueda nombrarlos todos. Y cada uno es una trampa colocada para una víctima inocente.
El ser humano es una máquina. Una máquina automática. Está compuesta por miles de mecanismos delicados y complejos, que desempeñan sus funciones con armonía y perfección, de acuerdo con leyes pensadas para su gobierno, y sobre las cuales el hombre no tiene poder, ni autoridad, ni control. Para cada uno de esos miles de mecanismos el Creador ha planeado un enemigo cuya función es acosarlo, atormentarlo, perseguirlo, dañarlo, afligirlo con dolores y miserias, hasta la destrucción final. Nada se ha pasado por alto.
Desde la cuna a la tumba estos enemigos están alertas; no conocen descanso, de noche ni de día. Constituyen un ejército, un ejército organizado, capaz de sitiar y atacar; un ejército que está alerta, vigilante, ansioso, inmisericorde; un ejército que no cede, que nunca da tregua.
Se desplaza en escuadrones, en compañías, en batallones, en regimientos, en brigadas, en divisiones, en cuerpos de ejército; en ocasiones reúne sus fuerzas y marcha ferozmente contra la humanidad. Es el gran ejército del Creador, y Él es su Comandante en Jefe. En su frente, Sus tristes banderas sacuden sus consignas cara al sol: Desastre, Enfermedad y el resto.
¡La enfermedad! ¡Esta es la fuerza principal, industriosa, devastadora! Ataca al niño en el momento de nacer; le manda un mal tras otro: croup, sarampión, paperas, trastornos intestinales, dolores de la dentición, escarlatina y otras especialidades infantiles. Sigue al niño hasta que se convierte en joven y le manda especialidades para esa época de la vida. Y sigue al joven hasta la edad adulta y al anciano hasta la tumba.
Enfrentados ante estos hechos, ¿quieren tratar de descubrir cuál es el principal apodo cariñoso de este feroz Comandante en Jefe? Les ahorraré el trabajo, pero no se rían. Es el Padre Nuestro que Estás en el Cielo.
Es curiosa la forma en que trabaja la mente humana. El cristiano parte de esta premisa, definida, radical e inflexible: Dios es omnisciente y todopoderoso.
Siendo éste el caso, nada puede suceder sin que Él lo sepa de antemano; nada puede acontecer sin Su permiso; nada puede suceder si Él desea evitarlo.
Es evidente, ¿verdad? Torna al Creador responsable de todo lo que pasa, ¿no es así?
El cristianismo lo acepta en la oración recordada más arriba. Lo acepta con sentimiento, con entusiasmo.
Después de haber hecho responsable al Creador de todos los dolores, enfermedades y sufrimientos antes enumerados, y que Él podría haber evitado, ¡el inteligente cristiano lo llama mansamente Padre Nuestro!
Es como les digo. ¡Dota al Creador con todos los datos necesarios para crear un ser maligno, y luego llega a la conclusión de que tal Ser y su Padre son la misma cosa! Sin embargo, niega que un loco malvado y el director de la escuela dominical sean, en esencia, lo mismo. ¿Qué les parece la mente humana? Quiero decir, en caso de que les parezca, que existe la mente humana.
CARTA VII
Noé y su familia se salvaron, si puede considerarse una ventaja, -pongo el si por la sencilla razón de que nunca existió una persona inteligente que hubiese alcanzado los sesenta años que consintiera en vivir su vida de nuevo. Ni la suya ni ninguna otra-. La Familia se salvó, sí, pero no estaban cómodos, porque estaban plagados de microbios. Cubiertos hasta los ojos; habían engordado con ellos hasta la obesidad, estirados como globos. Eran condiciones desagradables, pero no podían evitarse, porque había que salvar microbios suficientes para proveer a las futuras razas de hombres de enfermedades desoladoras, y sólo había ocho personas a bordo que pudieran servirles de hoteles. Los microbios eran la parte más importante de la carga del Arca, y la parte por la cual el Creador estaba más preocupado, que más quería. Tenían que tener buen alimento y estar bien instalados. Había gérmenes de tifoidea, de cólera, de hidrofobia, y tétanos, gérmenes de tuberculosis, y de fiebre bubónica, cientos de seres especialmente preciosos, cuál aristócratas portadores dorados del amor de Dios por los hombres, benditos regalos de un Padre amante de sus hijos, y todos ellos tenían que estar suntuosamente alojados y atendidos. Residían en los lugares más selectos que el interior de la Familia podía ofrecer: en los pulmones, en el corazón, en el cerebro, en los riñones, en la sangre, en las entrañas. En las entrañas particularmente. El intestino grueso fue el alojamiento favorito. Allí se reunían en billones incontables, trabajaban y se alimentaban, se retorcían y cantaban himnos de alabanza y agradecimiento. En el silencio de la noche, se podía oír el murmullo. El intestino grueso fue, en realidad, su Cielo. Lo rellenaron, lo pusieron tan rígido como un caño. Se enorgullecía de ello. Su himno habitual hacía grata referencia a ello:
Constipación, oh constipación, Este alegre sonido proclama. Hasta en las recónditas entrañas del hombre El nombre del Hacedor alaba.
Las incomodidades del Arca eran muchas y variadas. La Familia tenía que convivir con una multitud de animales, y respirar el hedor que causaban y ensordecerse noche y día por el ruido fragoroso que producían sus rugidos y sus chillidos. Agregados a esas incomodidades intolerables, el lugar era especialmente difícil para las mujeres, porque no podían mirar en ninguna dirección sin ver a miles de animales multiplicándose y repoblando. Y luego, estaban las moscas. Se amontonaban por todas partes, y perseguían a la Familia todo el día. Eran los primeros animales en despertar, y los últimos en caer dormidos. Pero no debía matárselas, ni lastimárselas, eran sagradas, su origen era divino, eran las favoritas especiales del Creador, sus tesoros.
Con el tiempo otros seres se distribuirían por distintos lugares, dispersados, los tigres fueron destinados a la India, los leones y los elefantes a los desiertos vacíos y a los lugares escondidos de la jungla, los pájaros a las regiones ilimitadas del espacio vacío, los insectos a uno u otro clima, según la naturaleza y las necesidades; ¿pero, y la mosca? No pertenece a nación alguna; se siente a gusto en cualquier clima, el orbe es su territorio, todo ser que respira es su presa, y para todos es un azote del infierno.
Para el hombre es una embajadora divina, un ministro plenipotenciario, un representante especial del Creador. Lo infesta en la cuna; se adhiere en racimos a sus pegajosos párpados; zumba, lo pica y lo fastidia, le roba el sueño a él y las fuerzas a su madre en las largas vigilias que dedica a proteger al hijo del acoso de esta plaga. La mosca atormenta al enfermo en su hogar, en el hospital y en su lecho de muerte hasta su último suspiro. Lo atormenta en la comidas; primero busca pacientes que sufran enfermedades mortales y repugnantes; camina por sus heridas, se impregna las patas con un millón de gérmenes causantes de la muerte; luego se posa en la mesa de ese hombre sano y contamina la mantequilla, y descarga su intestino de excrementos y gérmenes tifoideos en sus panecillos. La mosca arruina más organismos humanos y destruye más vidas que toda la multitud de mensajeros de infelicidad y agentes letales de Dios juntos.
Sem estaba lleno de parásitos intestinales. Es extraordinario el completo y amplio estudio que dedicó el Creador a la gran obra de hacer desgraciado al hombre. He dicho que ideó un agente de aflicción especial para todos y cada uno de los detalles de la estructura del hombre, sin pasar uno solo por alto, y dije la verdad. Mucha gente pobre tiene que andar descalza porque no puede comprarse zapatos. El Creador vio su oportunidad. Diré, de paso, que siempre tiene el ojo puesto sobre los pobres. La novena parte de sus invenciones de enfermedades estaba destinada a los pobres, y ellos las padecen. Los ricos adquieren los sobrantes. No crean que hablo despreocupadamente, no es así. La mayoría de las enfermedades inventadas por el Creador está destinada a atacar a los pobres. Se podría deducir esto del hecho de que uno de los mejores y más comunes nombres que se le dan al Creador desde el púlpito es “Amigo de los Pobres”. Nunca ofrece el púlpito una alabanza al Creador que contenga el menor vestigio de verdad. El enemigo más implacable e incansable de los pobres es su Padre Celestial. El único amigo de los pobres es su prójimo. Se apiada de él, lo compadece, y así lo demuestra en sus actos. Hace lo que puede para aliviar sus penas, y en cada caso el Padre Celestial recibe el crédito.
Lo mismo pasa con las enfermedades. Si la ciencia extermina una enfermedad que ha estado trabajando para Dios, es Dios el que recibe todo el mérito, ¡y todos los púlpitos irrumpen en arrebatos publicitarios de gratitud y proclaman su bondad! Él lo hizo, quizás esperó mil años antes de hacerlo; eso no es nada; el púlpito dice que estaba pensando en ello todo el tiempo. Cuando los hombres exasperados se rebelan y barren a una tiranía de siglos y liberan a una nación, lo primero que hace el púlpito es anunciarlo como obra de Dios, e insta a la gente a ponerse de rodillas y agradecer a Dios por ello. Y el púlpito dice con admirable emoción: “Que entiendan los tiranos que el Ojo que nunca duerme está posado sobre ellos; y que recuerden que el Señor Nuestro Dios no será siempre paciente, sino que desatará el huracán de Su ira sobre ellos en el día señalado”. Se olvidan de mencionar que Sus movimientos son los más lentos del Universo; que Su Ojo que nunca duerme bien podría hacerlo, ya que tarda un siglo en ver lo que cualquier otro ojo apreciaría en una semana; que no hay en toda la historia un solo ejemplo de que Él pensara en un acto noble primero, sino que siempre pensó en ello un poco después de que a alguien más se le ocurriera y lo hiciera. Entonces si llega Él, y se cobra los dividendos.
Ahora bien, seiscientos años atrás Sem estaba infectado de gusanos. De tamaño microscópico, invisibles al ojo. Todos los productores de enfermedades especialmente mortales del Creador son invisibles. Es una idea ingeniosa. Durante miles de años esto impidió al hombre llegar a la raíz de sus males y desbarató todo intento de sobreponerse a ellos. Sólo en fecha muy reciente la ciencia consiguió aclarar esta traición.
El último de esto benditos triunfos de la ciencia fue el descubrimiento y la identificación del embozado asesino que se conoce con el nombre de parásito intestinal. Su presa favorita es el pobre que va descalzo. Le tiende su emboscada en las regiones cálidas y en los lugares arenosos y se le clava en los pies desprotegidos.
El parásito intestinal fue descubierto hace tres o cuatro años por un médico que estudió pacientemente a las víctimas de este mal durante mucho tiempo. La enfermedad provocada por este parásito había causado estragos en todos los lugares de la tierra desde que Sem desembarcara en Ararat, sin que se sospechara jamás que era realmente una enfermedad. Simplemente se consideraba haragana a la gente que la contraía, y por lo tanto era objeto de burla, desprecio, no de lástima. El parásito intestinal es un invento particularmente vil y taimado, y durante siglo hizo su trabajo subterráneo sin que se lo molestara; pero este médico y sus colaboradores lo exterminarán a partir de ahora.
Dios está tras esto. Ha pensado durante seis mil años para tomar Su decisión. La idea de exterminar el parásito fue Suya. Estuvo a punto de hacerlo antes de que lo hiciera el doctor Charles Wardell Stiles. Pero está a tiempo para cosechar el mérito. Siempre lo está. Va a costar un millón de dólares. Probablemente Él estuvo a punto de contribuir con esa suma, pero alguien se le adelantó, como de costumbre el señor Rockefeller. Él pone el millón, pero el mérito se le atribuye a otro –como es habitual. Los diarios de la mañana nos informan sobre la acción del parásito intestinal:
“Los parásitos intestinales a menudo disminuyen tanto la vitalidad de las personas afectadas que se retarda su desarrollo físico y mental, se vuelven más susceptibles a contraer otras enfermedades, disminuye la eficiencia laboral, y en los distritos donde la enfermedad es más notoria hay un intenso aumento en el índice de mortalidad por tuberculosis, neumonía, fiebre tifoidea y malaria. Se ha demostrado que la disminución de la vitalidad en la población, atribuida durante largo tiempo a la malaria y al clima de ciertas zonas y que afecta seriamente el progreso económico, se debe en realidad a este parásito. El mal no se limita a una determinada clase de personas; cobra su tributo de sufrimiento y muerte lo mismo entre los acomodados y altamente inteligentes que entre los menos afortunados. Un cálculo conservador señala que dos millones de habitantes están afectados por este parásito. El mal es más común y más grave en los niños de edad escolar. A pesar de ser una infección grave y de estar muy generalizada, hay un punto positivo. La enfermedad puede ser fácilmente reconocida y tratada con eficacia. Puede prevenirse (con la ayuda de Dios) mediante precauciones sanitarias apropiadas y sencillas”.
Los pobres niños están bajo la vigilancia del Ojo que nunca duerme, ya lo ven. Siempre han tenido esa mala suerte. Tanto ellos como los “pobres del Señor” –según la sarcástica frase- jamás han podido liberarse de las atenciones del Ojo.
Sí, los pobres, los humildes, los ignorantes, son los que reciben sus cuidados. Consideremos la “enfermedad del sueño”, de África. Esta atroz crueldad tiene por víctima a una raza de negros inocentes e ignorantes que Dios colocó en un desierto remoto, y sobre la cual puso Su Ojo: el que no duerme nunca si hay oportunidad de engendrar padecimientos para alguien. Hizo los arreglos pertinentes antes del Diluvio. El agente elegido fue una mosca emparentada con la tsé-tsé, una mosca que asola el país de Zambesi y mata con su picadura al ganado y a los caballos, volviendo así a la región inhabitable para el hombre. El espantoso pariente de la tsé-tsé deposita un microbio que produce la “Enfermedad del Sueño”. Cam estaba plagado de estos microbios y al término del viaje los esparció en África, comenzando la destrucción que no encontraría alivio hasta haber pasado seis mil años, cuando la ciencia atisbaría en el misterio descubriendo la causa de la enfermedad. Las naciones piadosas agradecen desde entonces a Dios, y lo alaban por venir al rescate de los negros. El púlpito dice que es Él quien merece la alabanza. Por cierto que es un Ser muy curioso. Comete un crimen atroz, prolonga este crimen durante seis mil años y, luego, se hace merecedor de alabanzas porque sugiere a alguien la forma de paliar su gravedad. Al enfermo le llaman paciente, y realmente debe serlo, pues de otro modo hace siglos que hubiera hundido el púlpito en la perdición por los nefastos dones que recibe de Su parte. La ciencia dice lo siguiente de la Enfermedad del Sueño, llamada también Letargo Negro:
“Se caracteriza por períodos de sueño recurrentes a intervalos. La enfermedad dura de cuatro meses a cuatro años, y es siempre fatal. La víctima al principio tiene apariencia lánguida, pálida, débil, idiotizada. Los párpados se inflaman y aparece una erupción cutánea. Se queda dormida mientras habla, come o trabaja. A medida que progresa la enfermedad se alimenta con dificultad, enflaqueciendo. La inanición y la aparición de llagas van seguidas de convulsiones y la muerte. Algunos pacientes pierden la razón”.
Quien es llamado por la Iglesia y el pueblo Padre Nuestro que estás en los Cielos es el que inventó la mosca y la mandó a infligir este triste y prolongado infortunio, esta melancolía y esta ruina, esta podredumbre del cuerpo y de la mente, a un pobre salvaje que no hizo daño alguno al Gran Criminal. No hay un hombre en el mundo que no compadezca al pobre negro sufriente, y no hay hombre que no estuviera dispuesto a devolverle la salud si pudiera. Para encontrar al único que no siente piedad de él es necesario ir al Cielo; para encontrar al único que puede sanarlo y a quien no se pudo persuadir de que lo hiciera, es necesario ir al mismo lugar. Hay sólo un padre lo suficientemente cruel para afligir a su hijo con este horrible mal; sólo uno. Ni todas las eternidades pueden producir otro. ¿Les gustan los reproches poéticos llenos de indignación expresada con calor? He aquí uno, recién salido del corazón de un esclavo:
¡La falta de humanidad del hombre Causa incontables pesares!
Les contaré una linda historia que tiene un toque patético. Un hombre se volvió religioso, y preguntó a un sacerdote qué podía hacer para volverse digno de su nuevo estado. El sacerdote dijo: “Imita a Nuestro Padre que está en el Cielo, aprende a ser como Él”. El hombre estudió la Biblia con atención, diligente, concienzudamente, y luego de haber rogado al Cielo que lo guiara, inicio sus imitaciones. Hizo caer por las escaleras a su mujer, que se rompió la columna dejándola paralítica por el resto de sus días; entregó a su hermano en manos de un estafador, que le robó cuanto poseía y lo dejó en el asilo; inoculó parásitos intestinales a uno de sus hijos, la enfermedad del sueño a otro, y gonorrea al tercero; hizo que su hija se contagiara escarlatina y llegara así a la adolescencia sorda, ciega y muda para siempre; y después de ayudar a un canalla a que sedujera a la menor, le cerró la puertas de su casa y la hija murió maldiciéndolo en un prostíbulo. Luego se presentó ante el sacerdote, que le dijo que esa no era la forma de imitar al Padre Celestial. El converso preguntó en qué había fallado, pero el sacerdote cambió de de tema y le preguntó cómo estaba el tiempo en su pueblo.
CARTA VIII
El hombre es, sin duda, el tonto más interesante que existe. También el más excéntrico. No tiene una sola ley escrita, en su Biblia o fuera de ella, que tenga otra intención u otro propósito que éste: limitar u oponerse a la ley de Dios.
Pocas veces saca de un hecho sencillo algo que no sea una conclusión equivocada. No puede evitarlo; es la forma en que está hecha esa confusión que él llama su mente. Consideren lo que acepta, y todas las curiosas conclusiones que extrae.
Por ejemplo, acepta que Dios hizo al hombre. Lo hizo sin deseo ni conocimiento del hombre. Esto parece hacer, indisputable y claramente, a Dios y solamente a Dios responsable por los actos del hombre. Pero el hombre niega esto.
Acepta que Dios hizo a los ángeles perfectos, sin mácula e inmunes al dolor y a la muerte, y que podría haber sido igualmente bondadoso con el hombre, si lo hubiera querido, pero niega que tuviera ninguna obligación moral de hacerlo.
Acepta que el hombre no tiene derecho moral a castigar al hijo que engendra con crueldades voluntarias, enfermedades dolorosas o la muerte, pero rehúsa limitar los privilegios de Dios de la misma manera hacia los hijos que Él engendra.
La Biblia y los estatutos del hombre prohíben el homicidio, el adulterio, la fornicación, la mentira, la traición, el robo, la opresión y otros crímenes, pero sostienen que Dios está libre de esas leyes y que tiene derecho a romperlas cuando quiera. Aceptan que Dios da a cada hombre al nacer su temperamento y su disposición. Aceptan que el hombre no puede, por medio de ningún proceso, cambiar este temperamento, sino que debe permanecer siempre bajo su dominio. Pero, en el caso de que un hombre esté lleno de pasiones tremendas, y otro, totalmente privado de ellas, considera justo y racional castigar al primero por sus crímenes, y recompensar al segundo por abstenerse de cometerlos.
A ver, consideremos estas curiosidades. Temperamento (disposición): Tomemos dos extremos de temperamento: la cabra y la tortuga. Ninguna de estas dos criaturas crea su propio temperamento, sino que nace con él, como el hombre y, al igual que él, no puede cambiarlo. El temperamento es la Ley de Dios escrita en el corazón de cada ser por la propia mano de Dios, y debe ser obedecido, y lo será a pesar de todos los estatutos que lo restrinjan o prohíban, emanen de donde emanen.
Muy bien, la lascivia es el rasgo dominante del temperamento de la cabra, la Ley de Dios para su corazón, y debe obedecerla y la obedece todo el día durante la época de celo, sin detenerse para comer o beber. Si la Biblia ordenara a la cabra: “No fornicarás, no cometerás adulterio”, hasta el hombre, ese estúpido hombre, reconocería la tontería de la prohibición, y reconocería que la cabra no debe ser castigada por obedecer la Ley de su Hacedor. Sin embargo, cree que es apropiado y justo que el hombre sea colocado bajo la prohibición. Todos los hombres. Sin excepción. A juzgar por las apariencias esto es estúpido, porque, por temperamento, que es la verdadera Ley de Dios, muchos hombres son iguales que las cabras y no pueden evitar cometer adulterio cuando tienen oportunidad; mientras que hay gran número de hombres que, por temperamento, pueden mantener su pureza y dejan pasar la oportunidad si la mujer no tiene atractivos. Pero la Biblia no permite en absoluto el adulterio, pueda o no evitarlo la persona. No acepta distinción entre la cabra y la tortuga, la excitable cabra, la cabra emocional, que debe cometer adulterio todos los días o languidecer y morir, y la tortuga, esa puritana tranquila que se da el gusto sólo una vez cada dos años y que se queda dormida mientras lo hace y no se despierta en sesenta días. Ninguna señora cabra está libre de violencia ni siquiera en el día sagrado, si hay un señor macho cabrío en tres millas a la redonda y el único obstáculo es una cerca de cinco metros de alto, mientras que ni el señor ni la señora tortuga tienen nunca el apetito suficiente de los solemnes placeres de fornicar para estar dispuestos a romper el descanso de la fiesta por ellos. Ahora, según el curioso razonamiento del hombre, la cabra es acreedora a castigo y la tortuga a encomio.
“No cometerás adulterio” es un mandamiento que no establece distingos entre las siguientes personas. A todos se les ordena obedecerlo:
Los niños recién nacidos.
Los niños de pecho.
Los escolares.
Los jóvenes y doncellas.
Los jóvenes adultos.
Los mayores.
Los hombres y mujeres de 40 años.
De 50.
De 60.
De 70.
De 80.
De 90.
De 100.
El mandamiento no distribuye su carga adecuadamente, ni puede hacerlo. No es difícil acatarlo para los tres grupos de niños. Es progresivamente difícil para los tres grupos siguientes, rayando en la crueldad. Felizmente se suaviza para los tres grupos posteriores. Al alcanzar esta etapa, ha hecho todo el daño que podía hacer, y podría suprimirse. Pero con una imbecilidad cómica se extiende su aplastante prohibición a las cuatro edades siguientes. Pobres viejos desgastados, aunque trataran no podrían desobedecerlo. ¡Y piensen ustedes, reciben loas porque se abstienen santamente de cometer adulterio entre ellos!
Esto es absurdo, porque la Biblia sabe que si se le diera la oportunidad al más anciano de recuperar la plenitud perdida durante una hora, arrojaría el mandato al viento y arruinaría a la primera mujer con quien se cruzara, aunque se tratara de una perfecta desconocida. Es como yo digo: tanto los estatutos de la Biblia como los libros de derecho son un intento de revocar una Ley de Dios, que en otras palabras expresa la inalterable e indestructible ley natural. El Dios de esta gente les ha demostrado con un millón de actos que Él no respeta ninguno de los estatutos de la Biblia. Él mismo rompe cada una de Sus leyes, aun la del adulterio. La Ley de Dios, al ser creada la mujer, fue la siguiente: No habrá límite impuesto sobre tu capacidad de copular con el sexo opuesto en ninguna etapa de tu vida. La Ley de Dios, al ser creado el hombre, fue la siguiente: durante tu vida entera estarás sometido sexualmente a restricciones y límites inflexibles.
Durante veintitrés días de cada mes (no habiendo embarazo), desde el momento en que la mujer cumple siete años hasta que muere de vieja, está lista para la acción, y es competente. Tan competente como el candelero para recibir la vela. Competente todos los días, competente todas las noches. Además, quiere la vela, la desea, la ansía, suspira por ella, como lo ordena la Ley de Dios en su corazón Pero la competencia del hombre es breve; y mientras dura es sólo en la medida moderada establecida para su sexo. Es competente desde la edad de dieciséis o diecisiete años y durante un plazo de treinta y cinco años. Después de los cincuenta su acción es de baja calidad, los intervalos son amplios y la satisfacción no tiene gran valor para ninguna de las partes; mientras que su bisabuela está como nueva. Nada le pasa a ella. El candelero está tan firme como siempre, mientras que la vela se va ablandando y debilitando a medida que pasan los años por las tormentas de la edad, hasta que por fin no puede erguirse y debe pasar a reposo con la esperanza de una feliz resurrección que no ha de llegar jamás.
Por constitución, la mujer debe dejar descansar su fábrica tres días por mes y durante un período del embarazo. Son etapas de incomodidad, a veces de sufrimiento. Como justa compensación, tiene el alto privilegio del adulterio, ilimitado todos los demás días de su vida.
Esa es la Ley de Dios, revelada en su naturaleza. ¿Y qué pasa con este valioso privilegio? ¿Vive disfrutándolo libremente? No. En ningún lugar del mundo. En todas partes se lo arrebatan. ¿Y quién lo hace? El hombre. Los estatutos del hombre, si es que la Biblia es la Palabra de Dios. Pues bien, tienen ante ustedes una muestra del “poder del razonamiento” del hombre, como él le llama. Observa ciertos hechos. Por ejemplo, a lo largo de su vida no hay un solo día en que pueda satisfacer a una mujer; asimismo, en la vida de la mujer no hay un día en que no pueda esforzarse y vencer, dejando fuera de combate a diez hombres en la cama.
Así el hombre concreta esta singular conclusión en una ley definitiva. Y lo hace sin consultar a la mujer, aunque a ella le concierne el asunto mil veces más que a él. La capacidad procreadora del hombre está limitada a un término medio de cien experiencias por año durante cincuenta años, la de la mujer alcanza las tres mil por año durante el mismo lapso y durante tantos años más como pueda vivir. Así su interés en el asunto se reduce a cinco mil descargas en su vida, mientras que ella experimenta ciento cincuenta mil; sin embargo, en lugar de permitir, honorablemente, que haga la ley la persona más afectada, este cerdo inconmensurable, que carece de algún motivo digno de consideración, ¡decide dictarla él!
Hasta ahora habrán descubierto, por mis comentarios, que el hombre es un tonto; ahora saben que la mujer lo es más.
Ahora, si ustedes o cualquier otra persona inteligente pusieran en orden las equidades y justicias entre el hombre y la mujer, concederían al hombre la cincuentava parte de interés en una mujer, y a la mujer le otorgarían un harén. ¿No es así? Necesariamente. Pero, les aseguro, este ser de la vela decrépita ha asumido la posición contraria. Salomón, que era uno de los favoritos de la Deidad, tenía un gabinete de copulación compuesto de setecientas esposas y trescientas concubinas. Ni para salvar su vida podría haber mantenido satisfechas siquiera a dos de esas jóvenes criaturas, aun cuando tenía quince expertos que lo ayudaban. Necesariamente las mil pasaban años y años con su apetito insatisfecho. Imagínense un hombre suficientemente cruel para contemplar ese sufrimiento todos los días y no hacer nada para mitigarlo. Maliciosamente hasta agregaba agudeza a este patético sufrimiento, al mantener siempre a la vista de esas mujeres, fuertes guardias cuyas espléndidas formas masculinas hacían que se les hiciera agua la boca a esas pobres muchachitas, y negándoles el solaz, pues esos caballeros eran eunucos. Un eunuco es una persona cuya vela ha sido apagada mediante un artificio.
De vez en cuando, mientras prosigo, tomaré uno u otro pasaje bíblico y les demostraré que este siempre viola la Ley de Dios. Incorporado más tarde a las normas de las naciones, la violación continúa. Pero ello puede esperar, no hay apuro.
CARTA IX
El Arca continuó su viaje, a la deriva, errante, sin brújula y sin control, juguete de los vientos caprichosos y de las corrientes arremolinadas. ¡Y la lluvia, persistente! Seguía cayendo a cántaros, calando, inundando. Nunca se había visto lluvia igual. Se había oído hablar de cuarenta centímetros por día, cifra insignificante en comparación. Ahora eran trescientos veinte centímetros por día, ¡tres metros! Esta cantidad increíble llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, sumergiendo los cerros de ciento veinte metros de alto. Luego los cielos y hasta los ángeles se secaron. No cayó una gota más.
Como Diluvio Universal, éste fue una desilusión, pero había montones de Diluvios Universales antes, como lo atestiguan todas las biblias de todas las naciones, y éste fue uno de ellos. Por fin, el Arca encalló en la cima del monte Ararat, a cinco mil cien metros sobre la altura del valle, y su carga viviente desembarcó y descendió la montaña. Noé plantó un viñedo, bebió su vino y cayó vencido.
Esta persona había sido elegida entre todas porque fue considerada la mejor. Iba a reiniciar la raza sobre una nueva base. Esta fue la nueva base. No prometía nada bueno. Llevar adelante el experimento era correr un riesgo grande e irrazonable. Se presentó el momento de hacer con esta gente lo que tan juiciosamente se había hecho con los demás, ahogarlos. Cualquiera que no fuera el Creador se hubiera dado cuenta. Pero Él no. Es decir, quizá no lo apreció así.
Se dice que desde el principio del tiempo previó todo lo que sucedería en el mundo. Si eso es cierto, previó que Adán y Eva comerían la manzana; que su descendencia sería insoportable y tendría que ser ahogada; que la descendencia de Noé, a su vez, sería insoportable, y que, con el tiempo, Él tendría que dejar Su trono celestial y bajar a ser crucificado para salvar a esta misma fastidiosa raza humana una vez más. ¿A toda ella? ¡No! ¿A una parte de ella? Sí. ¿Qué parte? En cada generación, por cientos y cientos de generaciones, un billón morirían y todos estarían condenados excepto, quizá, diez mil del billón. Los diez mil tendrían que proceder del reducido número de cristianos, y sólo uno de cien de ese pequeño grupo tendría una oportunidad de salvación. Salvo aquellos católicos romanos que tuvieran la suerte de mantener un sacerdote a mano para que les limpiara el alma al exhalar el último suspiro, y tal vez, algún presbiteriano. Ninguno más. ¿Están ustedes dispuestos a aceptar que previó esto? El púlpito lo acepta. Equivale a acordar que en materia de intelecto la Deidad es el Pobre Máximo del Universo y que, en cuestión de moral y carácter llega tan bajo que está al nivel de David.
CARTA X
Los dos Testamentos son interesantes, cada uno a su modo. El Antiguo nos da un retrato del Dios de este pueblo antes del inicio de la religión, el otro nos da una visión posterior. El Antiguo Testamento se interesa principalmente por la sangre y la sensualidad. El Nuevo por la Salvación. La Salvación por medio del fuego.
La primera vez que la Deidad descendió a la tierra, trajo la vida y la muerte; cuando vino la segunda vez, trajo el infierno.
La vida no era un regalo valioso, pero la muerte sí. La vida era un sueño febril compuesto de alegrías amargadas por los sufrimientos, placeres envenenados por el dolor. Un sueño que era confusa pesadilla de deleites espasmódicos y huidizos, éxtasis, exultaciones, felicidades, entremezclados con infortunios prolongados, penas, peligros, horrores, desilusiones, derrotas, humillaciones y desesperación. La más agobiante maldición que pudiera imaginar el Ingenio Divino. Pero la muerte era dulce, apacible, bondadosa; la muerte curaba el espíritu abatido y el corazón destrozado, proporcionándoles descanso y olvido; la muerte era el mejor amigo del hombre, que lo liberaba de una vida insoportable.
Con el tiempo, la Deidad percibió que la muerte era un error; un error insuficiente; un error, en razón de que a pesar de ser un agente admirable para infligir infelicidad al superviviente, permitía a la persona que moría escapar de la persecución posterior en el bendito refugio de la tumba. Dios meditó sobre este asunto, sin éxito, durante cuatro mil años, pero tan pronto como bajó a la tierra y se hizo cristiano se le aclaró la mente y supo qué hacer. Inventó el infierno y lo proclamó.
Aquí hay algo curioso. Todos creen que mientras estuvo en el cielo fue severo, duro, fácil de ofender, celoso y cruel; pero en cuanto bajó a la tierra y tomó el nombre de Jesucristo, asumió el papel opuesto. Es decir, se volvió dulce y manso, misericordioso, compasivo, toda aspereza desapareció de su naturaleza, reemplazada por un amor profundo y ansioso por sus pobres hijos humanos. ¡Sin embargo, fue Jesucristo quien inventó el infierno y lo proclamó!
Esto equivale a decir que como manso y suave Salvador fue mil billones de veces más cruel que en el Antiguo Testamento. ¡Oh, incomparablemente más atroz que en sus peores momentos de antaño! ¿Manso y suave? Luego examinaremos este sarcasmo popular a la luz del infierno que inventó. Aunque es verdad que Jesucristo se lleva la palma por la malignidad de tal invento, ya era lo suficientemente duro y desapacible para cumplir su función de Dios antes de volverse cristiano. Al parecer, no se detuvo a reflexionar que la culpa era de Él cuando el hombre erraba, ya que el hombre sólo actuaba según la disposición natural con que Él lo había dotado. No, castigaba al hombre, en lugar de castigarse a Sí mismo. Aun más, el castigo generalmente sobrepasaba a la ofensa. A menudo caía, también, no sobre el ejecutor de la falta, sino sobre algún otro: un caudillo o jefe de comunidad, por ejemplo.
“Moraba Israel en Sitim; y el pueblo empezó a fornicar con la hijas de Moab”.
“Y Jehová dijo a Moisés: toma a todos los príncipes del pueblo, y ahórcalos ante Jehová delante del sol, y el ardor de la ira de Jehová se apartará de Israel”. ¿A ustedes les parece justo? No parece que los “dirigentes del pueblo” hubieran cometido adulterio y, sin embargo, a ellos se los colgó en lugar del “pueblo”.
Si fue justo y equitativo en esos días, sería justo y equitativo hoy, porque le púlpito sostiene que la justicia de Dios es eterna e inalterable; así como que Él es la Fuente de la Moral, y que su moral es eterna e inalterable. Muy bien, entonces debemos creer que si el pueblo de Nueva York comenzara a prostituir a las hijas de Nueva Jersey, sería justo y equitativo levantar un patíbulo frente a la municipalidad y colgar al intendente, al jefe de policía y a los jueces, y al arzobispo, aunque ellos no lo hubieran hecho. A mí no me parece bien. Además, pueden estar completamente seguros de que no podría suceder. El pueblo no lo permitiría. Son mejores que su Biblia. Nada sucedería, excepto algunos juicios por daños, si no se pudiera silenciar el asunto.
Ni aun allá en el Sur tomarían medidas contra las personas no involucradas; tomarían una soga y darían caza a los culpables, y si no consiguieran encontrarlos, lincharían a un negro. Las cosas han mejorado mucho desde los tiempos del Todopoderoso, diga el púlpito lo que quiera. ¿Quieren analizar un poco más la moral y la disposición y conducta de la Deidad? ¿Y quieren recordar que en la asignatura de catecismo se insta a los chicos a amar al Todopoderoso, a honrarlo, a alabarlo, y a considerarlo como modelo y tratar de parecerse a él tanto como puedan? Lean:
1. Jehová habló a Moisés, diciendo:
2. Haz la venganza de los hijos de Israel contra los madianitas; después serás recogido a tu pueblo...
7. Y pelearon contra Madián, como Jehová lo mandó a Moisés, y mataron a todo varón.
8. Mataron también, entre los muertos de ellos, a los reyes de Madián, Evi, Requem, Zur, Hur y Reba, cinco reyes de Madián; también a Balaam, hijo de Beor, mataron a espada.
9. Y los hijos de Israel llevaron cautivas a todas las mujeres de los madianitas, a sus niños y todas sus bestias y todos sus ganados; y arrebataron todos sus bienes.
10. E incendiaron todas sus ciudades y aldeas y casas.
11. Y tomaron todo el despojo, y todo el botín, así de hombres como de bestias.
12. Y trajeron a Moisés y al sacerdote Eleazar, y a la congregación de los hijos de Israel, los cautivos y el botín y los despojos al campamento, en los llanos de Moab, que están junto al Jordán frente a Jericó.
13. Y salieron Moisés y el sacerdote Eleazar y todos los príncipes de la congregación, a recibirlos fuera del campamento.
14. Y se enojó Moisés contra los capitanes del ejército, contra los jefes de los millares y de centenares que volvían de la guerra.
15. Y les dijo Moisés: ¿Por qué habéis dejado con vida a todas las mujeres?
16. He aquí: por consejo de Balaam ellas fueron causa de que los hijos de Israel prevaricasen contra Jehová en lo tocante a Baal-Peor, por lo que hubo mortandad en la congregación de Jehová.
17. Matad, pues, ahora, a todos los varones de entre los niños; matad también a toda mujer que haya conocido varón carnalmente.
18. Pero a todas las niñas entre las mujeres, que no hayan conocido varón, las dejaréis con vida.
19. Y vosotros, cualquiera que haya dado muerte a persona, y cualquiera que haya tocado muerto, permanecerá fuera del campamento siete días, y os purificaréis al tercer día y al séptimo, vosotros y vuestros cautivos.
20. Asimismo purificaréis todo vestido, y toda prenda de pieles, y toda obra de pelo de cabra, y todo utensilio de madera.
21. Y el sacerdote Eleazar dijo a los hombres de guerra que venían de la guerra: Esta es la ordenanza de la ley que Jehová ha mandado a Moisés...
25. Y Jehová habló a Moisés, diciendo:
26. Toma la cuenta del botín que se ha hecho, así de las personas como de las bestias, tú y el sacerdote Eleazar, y los jefes de los padres de la congregación.
27. Y partirás por mitades el botín entre los que pelearon, los que salieron a la guerra, y toda la congregación.
28. Y apartarás para Jehová el tributo de los hombres de guerra que salieron a la guerra; de quinientos, uno, así de las personas como de los bueyes, de los asnos y de las ovejas.
31. Hicieron Moisés y el sacerdote Eleazar como Jehová mandó a Moisés.
32. Y fue el botín, el resto del botín que tomaron los hombres de guerra, seiscientos setenta y cinco mil ovejas,
33. Setenta y dos mil bueyes,
34. Y setenta y un mil asnos.
35. En cuanto a personas, de mujeres que no habían conocido varón, eran por todas treinta y dos mil.
40. Y de las personas, dieciséis mil; y de ellas el tributo para Jehová, treinta y dos personas.
41. Y dio Moisés el tributo, para ofrenda elevada a Jehová, al sacerdote Eleazar, como Jehová lo mandó a Moisés.
47. De la mitad, pues, para los hijos de Israel, tomó Moisés uno de cada cincuenta, así de las personas como de los animales, y los dio a los levitas, que tenían la protección del tabernáculo de Jehová, como Jehová lo había mandado a Moisés.
10. Cuando te acerques a una ciudad para combatirla, le intimidarás la paz...
13. Luego que Jehová tu Dios la entregue en tu mano, herirás a todo varón suyo a filo de espada.
14. Solamente las mujeres y los niños y los animales, y todo lo que haya en la ciudad, todo su botín tomarás para ti; y comerás del botín de tus enemigos, los cuales Jehová tu Dios te entregó.
15. Así harás a todas las ciudades que estén muy lejos de ti, que no sean las ciudades de estas naciones.
16. Pero de las ciudades de estos pueblos que Jehová tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida.
La ley bíblica dice: “No matarás”.
La Ley de Dios, implantada en el corazón del hombre al nacer, dice: “Matarás”. El capítulo que cité les demuestra que el estatuto bíblico falla una vez más. No puede dejar de lado la ley de la naturaleza, que es más poderosa. Según la creencia de esta gente, fue el propio Dios quien dijo: “No matarás”. Luego está claro que no puede respetar sus mandamientos. Él mató a toda esa gente, a todo varón.
De alguna manera habían ofendido a la Deidad. Sabemos cuál fue la ofensa, sin necesidad de investigarlo; es decir, una tontería; alguna pequeñez a la cual nadie más que un Dios atribuiría importancia. Es probable que algún madianita estuviera imitando la acción de un tal Onán a quien se le había ordenado “penetrar a la mujer de su hermano”, lo que hizo; pero en lugar de consumar, “lo dejó caer en el suelo”.
El Señor dio muerte a Onán por eso, porque el Señor no podía tolerar la falta de delicadeza. El Señor asesinó a Onán, y hasta hoy el mundo cristiano no puede entender por qué se detuvo allí, en lugar de matar a todos los habitantes de trescientas millas a la redonda, ya que estos eran inocentes y, por lo tanto, eran, precisamente, los que hubiera ejecutado. Porque ésa ha sido siempre Su idea del trato justo. Si hubiera tenido un lema, hubiese sido: “que no escape ningún inocente”. Ustedes recuerdan lo que hizo en la época del Diluvio. Había multitudes y multitudes de niños pequeños, y Él sabía que nunca le habían hecho daño alguno; pero sus parientes sí, y eso era suficiente para Él. Vio levantarse las aguas hasta sus labios clamorosos, apreció el terror salvaje de sus ojos, valoró el agónico pedido en las caras de las madres, que hubieran conmovido a cualquier corazón excepto el Suyo. Pero Él quería castigar particularmente a los no culpables, y ahogó a esos pobres niños.
Y recordarán ustedes que en el caso de los descendientes de Adán, todos los billones eran inocentes, ninguno de ellos tomó parte en el delito, pero Dios los considera culpables hasta hoy. Nadie se libra, excepto reconociéndose culpable, y no sirve ninguna mentira menor.
Algún madianita debe haber repetido el acto de Onán, y haber traído el castigo sobre su pueblo. Si no fue ésa la falta que ultrajó el poder de la Deidad, ya sé lo que fue: algún madianita debe haber orinado contra la pared. Estoy seguro de ello, porque esa es una impropiedad que la Fuente de Toda Etiqueta nunca pudo tolerar. Una persona podía orinar contra un árbol, podía orinar contra su madre, podía orinarse en los calzones, y salir bien librado, pero nunca debía orinar contra una pared, eso sería ir demasiado lejos. No está establecido el origen del principio divino contra este delito; pero sabemos que el prejuicio era muy fuerte, tan fuerte que sólo una masacre total del pueblo que habitara la región donde estuviera la pared podía satisfacer a la Deidad.
Tomen el caso de Jeroboam. “Separaré de Jeroboam al que orine contra el muro”. Y se hizo. Y no sólo el que lo hizo fue liquidado sino también el resto de los habitantes. Sucedió lo mismo con la casa de Baasa; todos fueron eliminados, parientes y amigos, sin que quedara “nadie que orinara contra el muro”.
En el caso de Jeroboam tienen ustedes un notable ejemplo de la costumbre de de la Deidad de no limitar sus castigos al culpable; siempre incluye a los inocentes. Hasta los descendientes de esa infortunada casa fue barrida, “como el hombre saca el estiércol, hasta que desaparezca por completo”. Esto incluye a las mujeres, las doncellas y las niñas pequeñas. Todas inocentes, porque no podían orinar contra el muro. Nadie de ese sexo puede hacerlo. Nadie más que los miembros del sexo masculino pueden realizar tal hazaña.
Un prejuicio curioso. Y todavía existe. Los padres protestantes tienen aún la Biblia a mano en sus casas, para que los niños estudien, y una de las primeras cosas que aprenden es a ser buenos y puros y a no orinar contra el muro. Estudian prioritariamente esos pasajes, excepto los que incitan a la masturbación. Estos los buscan y los estudian en privado. No existe un niño protestante que no se masturbe. Este arte es el primer conocimiento que a un niño le confiere la religión. Y también el primero que la religión enseña a una niña.
La Biblia posee esta ventaja sobre todos los demás libros que enseñan refinamiento y buenos modales: llega al niño. Llega a su mente en la edad más receptiva e impresionable; los otros tienen que esperar.
“Tendrás entre tus armas una pala y cuando te descargaras afuera, cavarás con ella, y cubrirás tu excremento”.
Esta regla se hizo en los viejos tiempos porque “el Señor tu Dios anda en medio de tu campamento”. Probablemente no valga la pena tratar de averiguar, con certeza, por qué fueron exterminados los madianitas. Solamente podemos estar seguros de que no fue ofensa mayor, porque en los casos de Adán, y el Diluvio, y los mancilladores de muros nos dan un ejemplo. Un madianita pudo haber dejado su pala en casa y causado así el problema. Sin embargo, no tiene importancia. Lo principal es el problema mismo, y la moraleja de uno u otro tipo que ofrece para instruir y elevar al cristianismo actual.
Dios escribió sobre las tablas de piedra: “No matarás”. También: “No cometerás adulterio”. Pablo, vocero de la voz divina, aconsejó abstención absoluta en la relación sexual. Un gran cambio del punto de vista divino desde la época del incidente madianita.
CARTA XI
La historia humana está teñida de sangre en todas las épocas, cargada de odio y manchada de crueldad; pero después de los tiempos bíblicos estos rasgos han marcado límites de alguna clase. Aun la Iglesia, desde el principio de su supremacía, que posee el crédito de haber derramado más sangre inocente que todas las guerras políticas juntas, observa el límite. Pero noten ustedes que cuando el Señor, Dios de Cielos y Tierra, Padre Adorado del Hombre, está en guerra, no hay límite. Es totalmente inmisericorde, Él, a quien llaman Fuente de la Misericordia. ¡Él mata, mata, mata! A todos los hombres, bestias, jóvenes, niños; también a todas las mujeres y niñas, excepto aquellas que no han sido desfloradas.
No hace ninguna distinción entre el inocente y el culpable. Los infantes eran inocentes, al igual que las bestias, muchos de los hombres, mujeres y niñas, pero tuvieron que sufrir con los culpables. Lo que el insano Padre quería era sangre e infortunio; le era indiferente quién los padeciera. El más duro de todos los castigos se administró a personas que de ninguna manera pudieron haber merecido tan horrible suerte: treinta y dos mil vírgenes. Se les palpó sus partes privadas para asegurarse de que aún poseían el himen intacto; después de esta humillación se las desterró de su hogar, para ser vendidas como esclavas, la peor de las esclavitudes y la más humillante: la esclavitud de la prostitución, la esclavitud de la cama, para excitar el deseo y satisfacerlo con sus cuerpos; esclavas para cualquier comprador, ya fuera un caballero o un rufián sucio y basto. Fue el Padre el que infligió este castigo inmerecido y feroz a esas vírgenes desposeídas y abandonadas, cuyos padres y parientes Él mismo había asesinado antes sus ojos. ¿Y mientras tanto ellas le rezaban para que las compadeciera y rescatara? Sin duda alguna.
Esas vírgenes eran ganancia de guerra, botín. Él reclamó su parte y la obtuvo. ¿Para que le servían las vírgenes a Él? Examinen su historia posterior y lo sabrán.
Sus sacerdotes también obtuvieron su cuota de vírgenes. ¿Qué uso podían hacer de las vírgenes los sacerdotes? La historia privada del confesionario católico romano puede responder esta pregunta. La mayor diversión del confesionario ha sido la seducción, en todas las épocas de la Iglesia. El padre Jacinto atestigua que de cien sacerdotes confesados por él, noventa y nueve habían usado el confesionario con eficacia para seducir a mujeres casadas y a jóvenes. Un sacerdote confesó que de novecientas niñas y mujeres a quienes había servido como padre confesor en su época, ninguna había conseguido escapar a sus abrazos lujuriosos, excepto las viejas o las feas. La lista oficial de preguntas que un sacerdote debe hacer es capaz de sobreexcitar a cualquier mujer que no sea paralítica.
No hay nada en la historia de los pueblos salvajes o civilizados que sea más completo, más inmisericorde y destructivo que la campaña del Padre de la Misericordia contra los madianitas. La historia oficial no da incidentes o detalles menores, sino informaciones globales: todas las vírgenes, todos los hombres, todos los niños, todos los seres que respiran, todas las casas, todas las ciudades; traza un amplio cuadro, que se extiende hasta donde llega la vista, de ardiente ruina y tormentosa desolación; la imaginación agrega una quietud desolada, un terrible silencio –el silencio de la muerte. Pero por supuesto hubo incidentes. ¿Donde obtener la información?
De la historia fechada ayer. De la historia de los pieles rojas en Norteamérica. Ahí se copió la obra de Dios, siguiendo el verdadero espíritu de Dios. En 1862, los indios de Minnesota, profundamente ofendidos y traicionados por el gobierno de los Estados Unidos, se levantaron contra los colonos blancos y masacraron a todos aquellos que fueran alcanzados por su mano, sin perdonar edad ni sexo. Consideren este incidente.
Doce indios atacaron a la madrugada una granja y capturaron a la familia. Esta estaba formada por el granjero, su mujer y cuatro hijas, la menor de catorce y la mayor de dieciocho. Crucificaron a los padres; es decir, los hicieron pararse completamente desnudos contra la pared del salón y les clavaron las manos en ella. Luego desnudaron a las hijas, las tendieron en el piso delante de sus padres, y las violaron repetidas veces. Finalmente crucificaron a las hijas en la pared opuesta a la de los padres, y les cortaron la nariz y los senos. Además sucedió, pero no detallaré eso: hay un límite. Hay indignidades tan atroces que la pluma no puede escribirlas. Un miembro de la pobre familia crucificada –el padre- estaba todavía vivo cuando llegaron en su auxilio dos días más tarde. Ahora conocen ese incidente en la masacre de Minnesota. Les podría dar cincuenta. Cubrirían todas las diversas clases de crueldad que puede inventar el talento humano.
Y ahora ya saben, por estos relatos verídicos, qué sucedió bajo la dirección personal del Padre de la Misericordia en su campaña madianita. La campaña de Minnesota fue solamente el duplicado del exterminio madianita. Nada sucedió en una que no hubiera sucedido en la otra. No, eso no es totalmente cierto. El indígena fue más comprensivo que el Padre de las Mercedes. No vendió a las vírgenes como esclavas para atender a la lascivia de los asesinos de su familia mientras duraran sus tristes vidas; las violó y luego caritativamente hizo breves los sufrimientos siguientes, terminándolos con el precioso regalo de la muerte. Quemó algunas de las casas, pero no todas.
Se llevó a las bestias inocentes, pero no les arrebató la vida. ¿Se puede esperar que este mismo Dios sin conciencia, éste desposeído moral, se convierta en maestro de moral, de dulzura, de mansedumbre, de justicia, de pureza? Parece imposible, extravagante; pero escúchenlo. Estas son sus propias palabras:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo”.
Los labios que pronunciaron esos inmensos sarcasmos, esas hipocresías gigantescas son exactamente los mismos que ordenaron la masacre total, tanto de hombres, niños y animales madianitas; la destrucción masiva de casas y pueblos, el destierro masivo de las vírgenes a una esclavitud inmunda e indescriptible. Esta es la misma Persona que atrajo sobre los madianitas las diabólicas crueldades que fueron repetidas por los pieles rojas, detalle por detalle, en Minnesota, muchos siglos más tarde. El episodio madianita lo llenó de alegría, lo mismo que el de Minnesota, o lo hubiera evitado.
Las bienaventuranzas y los capítulos de Números y Deuteronomio citados, siempre deberían ser leídos juntos desde el púlpito; entonces la congregación tendría un retrato completo del Padre Celestial. Sin embargo, no he conocido un solo caso de un sacerdote que lo hiciera.
Cartas desde la tierra
Mark Twain
En la Wikipedia ni siquiera se menciona.
Breve descripción del libro en toda la red: Las Cartas desde la Tierra, el testamento antirreligioso de Mark Twain (1835 - 1910), fueron publicadas en 1962, mas de 50 años después de su muerte, debido a la férrea oposición de su hija Clara.
"En general se consideran acciones criminales y son objeto de profundo desprecio por parte de todos los pueblos civilizados".
"Muchas veces se acumulan en mí tantas cosas que no tengo otro remedio que tomar la pluma y poner mis ideas y sentimientos en un papel antes de que me ahoguen, y después resulta que toda la tinta y el esfuerzo fueron en vano, porque no puedo dejar que se imprima el resultado".
Conclusión: la libertad de expresión es "privilegio de los muertos" sobre todo cuando es una opinión impopular.
Mark Twain
CARTAS DESDE LA TIERRA
INTRODUCCIÓN
El Creador se sentó sobre el trono, pensando. Tras de sí, se extendía el continente ilimitado del cielo, impregnado de un resplandor de luz y color. Ante Él, como un muro, se elevaba la noche del Espacio. En el cenit, Su poderosa corpulencia descollaba abrupta, semejante a una montaña. Y Su divina cabeza refulgía como un sol distante. A sus pies había tres arcángeles, figuras colosales disminuidas casi hasta desaparecer por el contraste, con las cabezas al nivel de sus tobillos.
Cuando el Creador hubo terminado de reflexionar, dijo:
“He pensado, ¡contemplad!”.
Levantó la mano, y de ella brotó un chorro de fuego, un millón de soles maravillosos que rasgaron las tinieblas y se elevaron más y más y más lejos, disminuyendo en magnitud e intensidad al traspasar las remotas fronteras del Espacio, hasta ser, al fin, puntas de diamantes resplandeciendo en el vasto techo cóncavo del universo.
Al cabo de una hora fue disuelto el Gran Consejo.
Sus miembros se retiraron de la Presencia impresionados y cavilosos, dirigiéndose a un lugar privado donde pudieran hablar con libertad. Ninguno de los tres quería tomar la iniciativa, aunque cada uno deseaba que alguien lo hiciera. Ardían en deseos de discutir el gran acontecimiento, pero preferían no comprometerse hasta saber cómo lo consideraban los demás. Se desarrolló así una conversación vaga y llena de pausas sobre asuntos sin importancia, que se arrastró tediosamente, sin objetivo, hasta que por fin el arcángel Satanás se armó de valor –del que tenía una buena provisión- y abrió el fuego. Dijo: -todos sabemos el tema a tratar aquí, señores, y ya podemos dejar los fingimientos y comenzar. Si ésta es la opinión del Consejo…
-¡Lo es, lo es!-, expresaron Gabriel y Miguel, interrumpiendo agradecidos.
-Muy bien, entonces, procedamos. Hemos sido testigos de algo maravilloso; en cuanto a eso, estamos necesariamente de acuerdo. En cuanto a su valor –si es que lo tiene- es cosa que personalmente no nos concierne. Podemos tener tantas opiniones como nos parezca, y ése es nuestro límite. No tenemos voto. Pienso que el Espacio estaba bien así, y que era útil, además. Frío y oscuro, un lugar de descanso ocasional después de una temporada en los agotadores esplendores y el clima excesivamente delicado del Cielo. Pero éstos son detalles de poca monta. El nuevo rasgo, el inmenso rasgo distintivo es, -¿cuál caballeros?
-¡La invención e introducción de una ley automática, no supervisada, autorreguladora, para el gobierno de esas miríadas de soles y mundos girantes y vertiginosos!
-¡Eso es!- dijo Satanás. Ustedes perciben que es una idea estupenda. Nada semejante ha surgido hasta ahora del Intelecto Maestro. La Ley –la Ley Automática-, ¡la Ley exacta e invariable que no requiere vigilancia, ni corrección, ni reajuste mientras duren las eternidades! Él dijo que esos innúmeros y enormes cuerpos se precipitarían a través de las inmensidades del Espacio durante la eternidad, a velocidades inimaginables y en órbitas precisas, que nunca chocarían ya que nunca prolongarían o disminuirían sus períodos orbitales en más de una milésima parte de un segundo ¡en dos mil años! Ese es el nuevo milagro, y el mayor de todos: la Ley Automática. Y Él le asignó un nombre: Ley de la Naturaleza, y afirmó que la Ley de la Naturaleza es la Ley de Dios, nombres intercambiables para una y la misma cosa.
-Sí -acordó Miguel-, y Él dijo que establecerá la Ley Natural –la Ley de Dios- en todos sus dominios, y que su autoridad será suprema e inviolable.
-Además -agregó Gabriel-, dijo que pronto crearía animales y los pondría, de igual modo bajo la autoridad de esa Ley.
-Sí -respondió Satanás- lo escuché, pero no comprendí. ¿Qué son los animales, Gabriel?
-Ah, ¿cómo puedo saberlo? ¿Cómo podría saberlo ninguno de nosotros? Es una palabra nueva.
(Intervalo de tres siglos, tiempo celestial, el equivalente de cien millones de años, tiempo terrenal. Entra un Ángel Mensajero.)
-Caballeros, está haciendo los animales. ¿Les agradaría presenciarlo?
Fueron, vieron y se quedaron perplejos, profundamente perplejos, y el Creador lo notó, y dijo:
-Preguntad, responderé.
-Divino –dijo Satanás haciendo una reverencia- ¿para qué sirven?
-Constituyen un experimento en cuanto a Moral y Conducta. Observadlos y aprended.
Había miles de ellos. Estaban en plena actividad. Atareados, todos ellos -principalmente- en perseguirse unos a otros. Satanás hizo notar –después de haber examinado a uno con un poderoso microscopio:
-Esa bestia grande está matando a los animales más débiles, Divino.
-El tigre, sí. La ley de su naturaleza es la ferocidad. La ley de su naturaleza es la Ley de Dios. No puede desobedecerla.
-¿Entonces al obedecerla no comete falta alguna, Divino?
-No, no tiene culpa.
-Esa otra criatura, esa que está allí, es tímida, Divino, y sufre la muerte sin resistirse.
-El conejo, sí. Carece de valor. Es la ley de su naturaleza, la Ley de Dios. Debe obedecerla.
-¿Entonces no se le puede exigir que contradiga su naturaleza y se resista, Divino?
-No. A ningún animal se le puede obligar, honestamente, a contradecir la ley de su naturaleza, la Ley de Dios.
Transcurrido un largo tiempo y formuladas muchas preguntas, dijo Satanás: -la araña mata a la mosca, y la come; el pájaro mata a la araña, y la come; el gato montés mata al ganso; todos se matan unos a otros. Son asesinatos en serie. Hay aquí multitudes incontables de criaturas y todos matan y matan, todos son asesinos. ¿No son culpables, Divino?
-No son culpables. Es la ley de su naturaleza. Y siempre la ley de la naturaleza es la Ley de Dios. Ahora, ¡observad, contemplad! Un nuevo ser, la obra maestra: ¡el Hombre!
Hombres, mujeres, niños surgieron en tropel, en bandadas en millones.
-¿Qué haréis con ellos, Divino?
-Poner en cada individuo, en distintos grados y tonos, las diversas Cualidades Morales, en su conjunto, aquellas que se han estado distribuyendo una por vez, como única característica distintiva en el mundo animal carente del don de la palabra –valor, cobardía, ferocidad, gentileza, equidad, justicia, astucia, traición, magnanimidad, crueldad, malicia, violencia, lujuria, piedad, compasión, pureza, egoísmo, dulzura, honor, amor, odio, bajeza, nobleza, lealtad, falsedad, veracidad, engaño. Cada ser humano tendrá todo esto en sí, y eso constituirá su naturaleza. En algunos habrá características nobles y elevadas que sofocarán a las mezquinas, y esos se llamarán hombres buenos; en otros dominarán las características dañinas, y esos se llamarán hombres malos. Observad, contemplad, ¡desaparecen!
-¿Dónde han ido, Divino?
-A la Tierra, ellos y los demás animales.
-¿Qué es la Tierra?
-Un pequeño globo que hice una vez, hace dos tiempos y medio. Ustedes lo presenciaron pero no lo distinguieron en la explosión de mundos y soles que surgieron de mi mano. El hombre es un experimento, los otros animales son otro experimento. El tiempo demostrará si el esfuerzo valía la pena. La exhibición ha terminado; pueden retirarse, caballeros.
Pasaron varios días.
Esto representa un largo período de nuestro tiempo, ya que en el cielo un día equivale a mil años. Satanás había hecho comentarios admirativos sobre algunas de las refulgentes industrias del Creador –comentarios que, leyendo entre líneas, resultaban sarcasmos-. Se los había hecho confidencialmente a los amigos de quienes estaba seguro, los otros arcángeles, pero algunos ángeles lo oyeron e informaron al Cuartel General.
Se le condenó al destierro por un día: un día celestial. Era un castigo al que estaba acostumbrado, gracias a su lengua demasiado suelta. Anteriormente lo habían deportado al Espacio, por no haber otro lugar donde mandarlo, y allí había revoloteado, aburriéndose, en la noche eterna y el frío del Ártico; pero ahora se le ocurrió ir más allá y buscar la Tierra para ver cómo estaba resultando el experimento de la Raza Humana.
Después de un tiempo escribió –muy privadamente- sobre este tema a San Miguel y a San Gabriel.
CARTA I
Este es un lugar extraño, un lugar extraordinario e interesante. No hay allí nada que se le parezca. Toda la gente es loca, al igual que los animales, la Tierra y la Naturaleza misma. El hombre es una rareza maravillosa. En las condiciones más favorables, es una especie de ángel del grado más bajo enchapado en níquel; en las peores, es indescriptible, inimaginable; y siempre, el hombre constituye un sarcasmo. Y sin embargo, con toda sinceridad, y halagándose, se llama a sí mismo “la obra más noble de Dios”. Es verdad lo que les digo. Y esta idea no es nueva en él: la ha pregonado a través de todos los tiempos, creyendo en ella. Nadie, en toda su raza, se ha reído de tal pretensión.
Más aún –si puedo obligar a ustedes a hacer otro esfuerzo de imaginación- está convencido de ser el favorito del Creador. Piensa que el Creador está orgulloso de él, hasta cree que el Creador lo ama, que siente pasión por él, que se queda levantado de noche para admirarlo; sí, y que está para protegerlo y alejarlo de problemas. Le reza y cree que Él lo escucha. ¿No es una idea curiosa? Llena sus oraciones de toscas alabanzas floridas y de mal gusto, y piensa que Él se siente ronroneando a gozar de esas extravagancias. Los hombres rezan todos los días pidiendo ayuda, favores y protección, y lo hacen con esperanza y con fe, aunque ninguna de sus oraciones jamás ha recibido respuesta alguna. La afrenta diaria no lo desanima: siguen rezando lo mismo. Hay algo casi noble en su perseverancia. Y ahora debo exigirles otro esfuerzo: ¡el hombre cree que irá al Cielo!.
Tiene maestros asalariados que así lo afirman. También le dicen que hay un infierno de fuego inextinguible, al que irá si no guarda los Mandamientos. ¿Qué son los Mandamientos? Son algo muy curioso. Se los comentaré más adelante.
CARTA II
“Nada les he dicho sobre el hombre que no sea cierto” Deben perdonarme si repito esta observación de vez en cuando en mis cartas; quiero que tomen en serio lo que les cuento y siento que si yo estuviera en el lugar de ustedes y ustedes en el mío, necesitaría este recordatorio cada tanto para evitar que flaqueara mi credulidad.
Porque no hay nada en el hombre que no resulte extraño para un inmortal. No ve nada como lo vemos nosotros, su sentido de las proporciones es completamente distinto y su sentido de los valores diverge tanto que, a pesar de nuestra gran capacidad intelectual, es improbable que aun el mejor dotado de nosotros pueda nunca llegar a entenderlo.
Tomen, por ejemplo, esta muestra: Ha imaginado un Paraíso y dejo fuera del mismo el supremo de los deleites, el éxtasis único que ocupa el primerísimo lugar en el corazón de todos los individuos de su raza –y de la nuestra-: ¡el contacto sexual!.
Es como si a un agonizante, perdido en un desierto abrasador, le permitiese un eventual salvador poseer todo aquello largamente deseado, exceptuando un anhelo, y éste escogiera eliminar el agua.
Su Cielo se le asemeja: extraño, interesante, asombroso, grotesco. Les doy mi palabra. No posee una sola característica que él realmente valore. Consiste –entera y completamente- en diversiones que no le atraen en absoluto aquí en la Tierra, pero que está seguro de que le gustaran en el Cielo. ¿No es extraño? ¿No es interesante? No deben pensar que exagero, porque no es así. Les daré detalles.
La mayor parte de los hombres no cantan, no saben hacerlo, ni se quedan donde otros cantan si el canto se prolonga por más de dos horas. Presten atención a eso.
Solamente dos hombres de cada cien tocan un instrumento musical y no hay cuatro de cien que tengan deseos de aprender a hacerlo. Tomen nota.
Muchos hombres rezan, no a muchos les agrada. Unos cuantos oran largo tiempo, los otros abrevian.
Van a la iglesia más hombres de los que quieren hacerlo.
Para cuarenta y nueve de cada cincuenta hombres el día santo es insufriblemente aburridor.
De todos los hombres que asisten a una iglesia un domingo, dos tercios ya están cansados a la mitad del servicio y el resto antes de que termine.
El momento más grato para ellos es aquél en que el sacerdote alza las manos para la bendición. Se puede oír el suave murmullo de alivio que recorre la nave y apreciar su gratitud.
Cada nación menosprecia a las demás.
Cada nación detesta a todas las demás.
Las naciones de raza blanca desprecian a las naciones de color, de cualquier tinte, y si pueden, las someten a opresión.
Los hombres blancos rehúsan mezclarse con “los negros”, o casarse con ellos.
No les permiten el acceso a sus escuelas o a sus iglesias.
Todo el mundo odia a los judíos, no lo toleran a menos que sean ricos.
Les ruego que tomen nota de estos detalles.
Más aún. La gente cuerda detesta los ruidos.
A todos, cuerdos o locos, les gusta tener variedad en la vida. La monotonía los cansa rápidamente.
Todos los hombres, según la capacidad mental que les haya tocado en suerte, ejercitan su intelecto constantemente, sin cesar, y esa ejercitación constituye una parte esencial, vasta y preciada, de su vida. Aquel con un intelecto mínimo, así como aquel con uno superior, posee algún tipo de habilidad, y siente gran placer en ponerla a prueba, verificándola, perfeccionándola. El niño que supera a su camarada en el juego, es tan laborioso y tan entusiasta en su práctica como lo es el escultor, el pintor, el pianista, el matemático, y el resto. Ni uno de ellos podría ser feliz si se le vedara el uso del talento.
Pues ahora, ya tienen ustedes los hechos. Saben qué le gusta a la raza humana y qué le disgusta. Ha inventado un Cielo, sacado de su propia cabeza, por sí solo: ¡adivinen cómo es! Ni en mil quinientas eternidades podrían hacerlo. Ni la mente más capaz que ustedes o yo conociéramos en cincuenta millones de infinitudes podría hacerlo. Muy bien, les diré cómo es:
1.- Ante todo, les recuerdo el hecho extraordinario por el cual comencé. A saber, que el ser humano, al igual que los inmortales, valora desde luego, el acto sexual sobre todos los demás goces, ¡y sin embargo lo excluye de su paraíso!; solamente pensar en el acto lo excita, la oportunidad lo enloquece. En este estado y por alcanzar el irresistible clímax está dispuesto a arriesgar la vida, su reputación, todo, hasta su propio y extraño Paraíso. Desde la juventud hasta la edad madura los hombres y mujeres valoran la cópula por encima de todos los otros placeres combinados; y sin embargo es como les dije, no existe en el Cielo de estos seres, la oración ocupa su lugar.
Así es como la aprecian; pero como todos sus llamados “dones”, es una insignificancia. En su mejor y más plena realización el acto es breve más allá de cuanto pueda imaginarse, quiero decir, de cuanto pueda imaginar un inmortal. En cuanto a su repetición, el hombre es limitado, oh, mucho más allá de lo que puedan concebir los inmortales. Nosotros, los que prolongamos el acto y su éxtasis supremo sin interrupción y sin retracción durante siglos, nunca podremos comprender y compadecer adecuadamente la enorme pobreza de estos seres en lo que se refiere a esta exquisita gracia que, tal como la poseemos nosotros, vuelve tan triviales las demás posesiones que ni siquiera vale la cuenta mencionarlas.
2.- En el Cielo del hombre, ¡todos cantan! El que no cantaba en la Tierra allí lo hace, el que no sabía cantar en la Tierra ahí sabe. Este canto universal no es casual ni circunstancial, ni se alivia con intervalos de silencio; sigue ininterrumpida y diariamente durante un período de doce horas. Y todos se quedan ahí; mientras que en la Tierra, el lugar quedaría vacío en dos horas. El canto consiste sólo en himnos religiosos. No, es un solo himno religioso. Las palabras son siempre las mismas, alrededor de una docena en número, no hay rima, no hay poesía: “Hosanna, hosanna, hosanna, señor Dios del Sabaoth, ¡ra! ¡ra! ¡ra! ¡siss! ¡bum!... ¡Ah!”.
3.- Mientras tanto, todas las personas tocan el arpa: !millones y millones!, aunque en la Tierra nos más de veinte de cada mil sabían tocar un instrumento, o siquiera desearon hacerlo alguna vez.
Piensen en ese huracán de sonido ensordecedor: millones y millones de voces chillando al mismo tiempo y millones y millones de arpas rasgando al mismo tiempo. Yo les pregunto: ¿es odioso, es detestable, es horroroso?.
Consideren aún más: ¡es un oficio de alabanza; una liturgia de loa, de lisonja, de adulación! ¿Me preguntan ustedes quién es el que está dispuesto a tolerar esta extraña adulación, esta adulación insana; y que no sólo la soporta, sino que la disfruta, la exige, la ordena? ¡Contengan la respiración! ¡Es Dios! El Dios de esta raza, quiero decir. Se sienta en su trono, asistido por sus veinticuatro ancianos y otros dignatarios de la corte, y pasea la mirada sobre kilómetros y kilómetros de adoradores tempestuosos y sonríe, y ronronea, inclinando la cabeza con satisfecha aprobación en dirección al Norte, al Este y al Sur: el espectáculo más raro y cándido imaginado hasta ahora en este universo, a mi modo de pensar.
Es fácil deducir que el Inventor del cielo no fue el creador original, sino que copió las ceremonias teatrales de algún pobre e insignificante estado soberano de algún rincón de las atrasadas poblaciones de Oriente.
Toda la gente blanca cuerda detesta el ruido y, sin embargo, acepta con tranquilidad un cielo de esta clase –sin pensar, sin reflexionar, sin estudiarlo- y en verdad quiere alcanzarlo. Viejos de cabeza cana, profundamente devotos, emplean gran parte de su tiempo en soñar con el día feliz en que dejarán los cuidados de esta vida para penetrar en las alegrías de ese lugar. A pesar de eso se puede ver qué irreal es para ellos y qué poco convencidos están de que sea un hecho, porque no hacen ningún preparativo práctico para el gran cambio. Nunca se ve a ninguno de ellos con un arpa, ni se oye cantar a ninguno.
Como ven, ese espectáculo singular es una ceremonia de alabanza: alabanza por medio de cantos, alabanza por postración. El cielo está representado por “la iglesia”. Pues bien, en la Tierra esta gente no puede soportar demasiada iglesia. Una hora y cuarto es el máximo y se establece el límite en una vez por semana. Es decir, el domingo. Un día de cada siete; y aún así, no lo espera con ansias. En consecuencia, consideren lo que el Cielo les reserva: ¡una “iglesia” que dura para siempre y un Sabat que no tiene fin! Aquí se cansan pronto de su breve Sabat hebdomadario, pero desean con ansia el que es eterno; sueñan con él, hablan de él, piensan que piensan que van a disfrutar de él, ¡con todo su simple corazón piensan que piensan que van a ser felices en él!.
Es porque no piensan en absoluto; sólo piensan que piensan; ni dos de cada diez seres humanos tiene con qué pensar. Y en cuanto a imaginación, ¡oh, bueno, consideren su Cielo! Lo aceptan, lo aprueban, lo admiran. Es un parámetro de su capacidad intelectual.
4.- El inventor de ese Cielo incluye en él a todas las naciones de la Tierra en un embrollo común. En absoluta igualdad, ninguna se destaca sobre las otras; todos tienen que ser “hermanos”, mezclarse, orar juntos, tocar el arpa y cantar hosannas –blancos, negros y judíos, sin distinción-. Aquí en la Tierra las naciones se odian unas a otras y todas odian a los judíos. Sin embargo, las personas piadosas adoran ese Cielo y quieren entrar en él. Realmente lo desean. ¡Y en sus raptos de santidad piensan que piensan que si estuvieran allí tomarían a todo el populacho contra su corazón, y lo abrazarían, lo abrazarían, lo abrazarían!.
¡El hombre es una maravilla! Me gustaría saber quién lo inventó.
5.- Cada hombre de la Tierra posee una porción de intelecto, grande o pequeña, de la cual se enorgullece. Su corazón se expande anta la sola mención de los líderes intelectuales de su raza y ama los relatos de sus espléndidos logros. Porque comparten la misma sangre, y al haberse ellos cubierto de gloria honran a sus descendientes. ¡Mirad –exclama-, lo que puede hacer la mente del hombre!; y pasa lista a los ilustres de todas las épocas. Señala las literaturas imperecederas que han dado al mundo, las maravillas mecánicas que han inventado, y las glorias con que han vestido a las ciencias y a las artes. Ante ellos se descubre como ante los reyes, y les rinde su más profundo homenaje, el más sincero que pueda ofrecer su corazón exultante –y superpone así el intelecto sobre las demás cosas de su mundo-, entronizándolo bajo la bóveda celestial en una supremacía inalcanzable. Y luego imagina un Cielo sin asomo de intelectualidad.
¿Es extraño, curioso, sorprendente? Es exactamente como lo cuento, aunque pueda parecer increíble. Este sincero adorador del intelecto y pródigo remunerador de sus servicios aquí en la Tierra ha inventado una religión y un paraíso que no rinden homenaje alguno al intelecto, ni le ofrecen distinciones, ni lo hacen objeto de su liberalidad. En realidad, nunca lo mencionan.
Ya habrán notado ustedes que el Cielo del ser humano ha sido proyectado y construido sobre un plan absolutamente definido; ¡y este plan contiene un elaborado detalles de todo aquello que es repulsivo para el hombre, nada que le guste!.
Muy bien, cuanto más adelante prosigamos, más aparente se hará este curioso hecho.
Tomen nota de esto. En el Cielo del hombre no hay ejercicio para el intelecto, nada que pueda alimentarlo. Allí se pudriría en un año, se pudriría y apestaría. Se pudriría y apestaría y en ese estado alcanzaría la santidad. Una bendición, porque sólo los santos pueden tolerar los goces de ese manicomio.
CARTA III
A estas alturas ustedes sabrán muy bien que el ser humano es una cosa muy extraña. En tiempos pasados tuvo cientos de religiones (al desgastarlas, las desechó); hoy mantiene cientos y cientos de ellas, y crea no menos de tres nuevas cada año. Aunque aumentara las cifras, seguiría estando por debajo de la realidad.
Una de las principales religiones es la llamada Cristiana. Estarán seguramente interesados en que les haga una breve descripción de esta religión, la cual está explicada en un libro de dos millones de palabras, el Viejo y el Nuevo Testamento. Se le conoce también por otro nombre: la Palabra de Dios. Pues los cristianos creen que cada palabra del libro fue dictada por Dios, Ése del cual les he hablado.
Este es un libro de un interés extraordinario, colmado de noble poesía, que contiene varias fábulas agradables, algunas historias sanguinarias, uno que otro buen consejo moral y una increíble cantidad de obscenidades. Contiene además no menos de mil mentiras.
La Biblia está constituida esencialmente a partir de los fragmentos de otras biblias que estuvieron de moda y después entraron en decadencia: carece, por lo tanto, de toda originalidad. Los 3 ó 4 acontecimientos más impresionantes e importantes que se narran en ella estaban ya en las biblias precedentes, y lo mismo puede decirse con respecto a los preceptos o a las más loables de sus normas de comportamiento. Hay solo un par de cosas nuevas: el infierno, por ejemplo, y ese tipo de paraíso del que ya les hablé en otra de mis cartas.
¿Qué podemos hacer? Si creemos, como esta gente, que Dios inventó estas crueldades, Lo difamamos; si creemos que ellos las inventaron, difamamos a los hombres. Es un desagradable dilema en cualquier caso, porque ninguna de las partes nos ha hecho ningún daño.
A favor de la paz, tomemos partido. Unamos fuerzas con la gente y carguémosle este ofensivo cargo a Él: el Cielo, el infierno, la Biblia, todo, en fin. No es bueno, ni parece justo y, sin embargo, al considerar ese Cielo agobiante, cargado con todo lo que es repulsivo para el ser humano, ¿cómo podemos creer que un ser humano lo inventó? Y cuando llegue a hablarles del infierno, la presión será mayor aún, y ustedes probablemente dirán: no, ningún hombre creará un lugar semejante ni para sí mismo ni para otro; es simplemente imposible.
La ingenua Biblia nos hace el relato de la Creación. ¿De qué? ¿Del Universo? Sí, precisamente del Universo. ¡Y en seis días!
Su autor es Dios, el cual concentró toda su atención sobre este mundo, el cual construyó en cinco días; pero le bastó un solo día para crear veinte millones de soles y al menos ochenta millones de planetas.
Y ¿para qué servía todo esto según sus intenciones? Tan solo para iluminar este mundito de los hombres. Este fue su único objetivo, y ningún otro. Uno de los veinte millones de soles (el más pequeño) debía iluminar la Tierra de día, y el resto tenía la función de ayudarle a una de las innumerables lunas del universo a atenuar las tinieblas de la noche.
Es evidente que él creía que sus flamantes cielos quedaban sembrados de diamantes con esas miríadas de estrellas titilantes tan pronto como el sol del primer día se hundía en el horizonte; cuando en realidad ni una sola estrella podía brillar en esa negra bóveda hasta tres años y medio después de que se completara la formidable industria de aquella semana memorable. Luego apareció una estrella, única, solitaria, y comenzó a titilar. Tres años más tarde apareció otra. Las dos brillaron juntas por más de cuatro años antes de que se les uniera una tercera. Al cabo de la primera centuria no había siquiera veinticinco estrellas brillando en las vastas inmensidades de esos tristes cielos. Al cabo de mil años no había aún el suficiente número de estrellas visibles para constituir un espectáculo. Al cabo de un millón de años solamente la mitad del despliegue actual había enviado su luz a través de las fronteras telescópicas, y pasó otro millón hasta que sucediera lo mismo con el resto. No habiendo telescopios en esa época, no pudo observarse el advenimiento.
Desde hace trescientos años los astrónomos cristianos saben que su divinidad no creó las estrellas en aquel fatídico día, pero el astrónomo cristiano no se detiene en estos detalles. Ni tampoco lo hace el sacerdote.
En su Libro, Dios es elocuente en la alabanza de sus poderosas obras, y las califica con los nombres más grandes que encuentra, indicando así que siente una fuerte y justa admiración por las magnitudes; por otra parte hizo esos millones de soles prodigiosos para iluminar este orbe pequeñísimo, en vez de señalar al pequeño sol de este orbe la obligación de asistirlos. Él menciona a Arcturus; una vez fuimos allí. ¡Es una de las lámparas nocturnas de la Tierra! Ese globo gigantesco que es cincuenta mil veces más grande que el sol de esta Tierra, y que comparado con él es como un melón frente a una catedral. A pesar de eso, los chicos todavía aprenden en la escuela dominical que Arcturus fue creado para contribuir a iluminar esta Tierra; y el niño crece y continúa creyéndolo mucho después de haber descubierto que todas las probabilidades están contra ello. Según la Biblia y sus siervos, el universo tiene solamente seis mil años. En los últimos cien años, algunas mentes estudiosas e inquisitivas descubrieron que su formación bordea los cien millones de años.
En seis días Dios creó al hombre y los demás animales.
Creó un hombre y una mujer y los puso en un delicioso jardín, junto con las otras criaturas. Y allí vivieron, durante algún tiempo, en armonía, felices, florecientes de juventud. Pero no duró mucho. Dios les había advertido al hombre y a la mujer que no comieran del fruto de cierto árbol. Y agregó una advertencia muy extraña: dijo que si comían de ese fruto morirían. Extraño, digo, puesto que si ellos no habían visto nunca la muerte, no habrían podido entender qué quería decir Dios con eso. Ni Él ni ningún otro Dios hubiera podido hacerles entender a esos hijitos inocentes lo que quería decir sin mostrarles al menos un ejemplo. La sola palabra carecía de sentido para ellos, al igual que para un niño de días.
Poco después, una serpiente los buscó a solas, y se dirigió hacia ellos caminando erguida, como era la costumbre de las serpientes en esos días. La serpiente les aseguró que el fruto prohibido llenaría de conocimiento sus mentes vacías. Así que comieron, lo que era natural pues el hombre está hecho de tal manera que siempre está ansioso de saber, a diferencia del sacerdote erigido como representante e imitador de Dios y cuya tarea desde el primer momento fue evitar que aprendiera algo útil.
Adán y Eva comieron, pues, el fruto prohibido e inmediatamente una gran luz penetró en sus oscuras mentes. Habían adquirido conocimientos ¿Qué conocimientos? ¿Conocimientos útiles? No, simplemente el conocimiento de que existía una noción del bien y una noción del mal, y cómo hacer el mal. Por lo tanto, hasta ese momento todos sus actos habían sido sin mácula, sin culpa, inocentes.
Pero ahora podían hacer el mal y sufrir por ello; ahora habían adquirido lo que la Iglesia denomina una posesión invaluable: el sentido moral. Ese sentido que distingue al hombre de la bestia y lo coloca en una situación superior y no inferior, donde uno supondría que sería el lugar apropiado, puesto que él tiene siempre la mente sucia y es culpable y las bestias siempre tienen la mente limpia y son inocentes. Es como considerar más valioso un reloj que siempre tiende a descomponerse que uno que no se descompone nunca.
La Iglesia todavía considera el Sentido Moral cómo la más noble posesión del hombre en la actualidad, aunque la Iglesia sabe que Dios tiene, sin lugar a dudas, una opinión muy pobre de este sentido y que hizo cuanto pudo, aunque con poco tino como siempre, por impedir que sus felices hijos del Edén lo adquirieran.
Muy bien, Adán y Eva sabían ahora lo que era el mal y cómo hacerlo. Sabían cómo realizar distintas clases de hechos malos, y entre ellos sobresalía uno. Aquel que más le preocupaba a Dios: el arte y el misterio de las relaciones sexuales. Para ellos esto fue un magnífico descubrimiento, tanto que dejaron de pasear ociosos y se dedicaron en cuerpo y alma a esta actividad, pobres jovencitos entusiastas. Estaban precisamente dedicados a una de estas celebraciones, cuando sintieron que Dios se acercaba, caminando entre los matorrales que es una de sus costumbres vespertinas, y se quedaron paralizados del miedo. ¿Por qué? Porque estaban desnudos, y antes no se habían dado cuenta nunca de eso. Antes no les importaba. Ni a Dios tampoco.
Fue en aquel momento memorable cuando nació la impudicia, y cierta gente la valora desde entonces, aunque por cierto les costaría decir por qué.
Adán y Eva entraron al mundo desnudos y sin ninguna vergüenza, desnudos y puros de corazón, y ninguno de sus descendientes se ha asomado al mundo de otra forma: todos nacieron desnudos, sin vergüenza alguna y puros de corazón, sin pensar que la desnudez es impúdica. Se hizo necesario que adquirieran la impudicia y una mente sucia; no había otra manera de conseguirlo. El primer deber de una madre cristiana consiste en corromper el ánimo de su hijo, y es deber que ella nunca descuida. Si su criatura crece y llega a ser misionero, su misión consiste en ir adonde los salvajes inocentes o adonde los japoneses civilizados, a corromperles el ánimo. Después de lo cual todos estos descubren la impudicia, esconden sus cuerpos y dejan de bañarse juntos desnudos.
La convención mal llamada pudicia no tiene grado de normalidad y no puede tenerlo, porque contraría a la naturaleza y a la razón. Es, por lo tanto, un artificio y está sujeto a la ocurrencia, al capricho enfermizo de cualquiera. Así, en la India, la dama refinada cubre su faz y sus senos y deja las piernas desnudas, mientras que la refinada dama europea se cubre las piernas y expone su rostro y sus senos. En tierras habitadas por inocentes salvajes, la refinada dama europea pronto se acostumbra a la absoluta desnudez de los nativos adultos y deja de sentirse ofendida por ella. En el siglo XVIII, un conde y una condesa franceses muy cultos –sin ningún parentesco entre sí- naufragaron en una isla deshabitada, sin otra ropa que la de dormir. Pronto quedaron desnudos. Y también avergonzados. Al cabo de una semana su desnudez ya no les molestó y pronto dejaron de pensar en ella.
Ustedes nunca han visto a una persona con ropa. Pues bien, no se han perdido de nada.
Pero sigamos con las curiosidades bíblicas. Naturalmente ustedes pensarán que la amenaza de castigar a Adán y Eva por su desobediencia no habrá sido mantenida, en vista de que no se habían creado a sí mismos, ni su propia naturaleza, ni sus propias debilidades, y por lo tanto no podían ser responsables de sus actos frente a nadie. Les sorprenderá saber que la amenaza fue verdaderamente mantenida: Adán y Eva fueron castigados y todavía hoy en día hay defensores de ese crimen. La sentencia de muerte fue ejecutada.
Como podrán notar fácilmente, la única Persona responsable de la falta cometida por la pareja no tuvo ningún castigo, y más aún, se convirtió en verdugo de los inocentes.
En vuestro país, así como en el mío, podríamos burlarnos de esta clase de moralidad, pero no sería amable hacerlo en la Tierra. Muchos hombres sobre la Tierra poseen la capacidad de razonar, pero no la usan en materias religiosas.
Los intelectos más iluminados les dirán que cuando un hombre ha procreado un hijo, el padre está moralmente obligado a cuidarlo con ternura, a protegerlo de las heridas y las enfermedades, a vestirlo, nutrirlo, a soportarle los caprichos, a no ponerle la mano encima a no ser como gesto de afecto o por su propio bien, y nunca, en ningún caso, a infligirle alguna crueldad arbitraria. La forma en que Dios trata, día y noche, a sus hijos es todo lo contrario: y sin embargo esos mismos intelectos iluminados justifican con calor tales crímenes, los perdonan y los excusan, y más aún rechazan indignados que se consideren crímenes cuando es Él quien los comete. Vuestro país y el mío son sin duda interesantes, pero no hay nada allí que se aproxime a la mente humana.
Así fue pues que Dios expulsó a Adán y Eva del Paraíso terrenal, y por lo tanto los asesinó; y por el simple motivo de que desobedecieron una orden que Él no tenía ningún derecho de dar. Pero la cosa no paró ahí como verán. Dios tiene un código moral para Sí mismo y otro muy distinto para sus hijos. Les exige a estos que traten con justicia y con suma bondad a los pecadores y que les perdonen no una vez sino setenta veces siete: pero Él no trató a nadie con bondad ni con justicia. No perdonó ni siquiera el primer pecadito a esa parejita de jóvenes inexpertos, tranquilos e inocentes. Hubiera podido decirles: "Por esta vez no los voy a castigar, los voy a poner a prueba nuevamente". ¡Qué va! Al contrario, decidió castigar incluso a los hijos de ellos por toda la eternidad, por una culpa trivial cometida por otros mucho antes de que ellos hubieran nacido. Y todavía los sigue castigando. ¿Con suavidad? Claro que no; de una manera atroz.
Ustedes pensarán naturalmente que un ser que se porta como Éste, no debe de ser muy amado entre los hombres. Ni se lo imaginen: el mundo lo llama Justo, Virtuoso, Bueno, Clemente, Bondadoso, Compasivo, Aquel que más nos ama, Fuente de toda verdad y de toda moral. Y semejantes sarcasmos se repiten todo el día por el mundo entero, pero no son sarcasmos deliberados. No, los dicen con toda seriedad y los pronuncian sin una sonrisa.
CARTA IV
Así la Primera Pareja fue expulsada del Edén bajo una maldición, una maldición eterna. Habían perdido todos los placeres que poseyeran antes de “La caída” y, sin embargo, eran ricos, porque habían ganado uno que valía por todo el resto: conocían el Arte Supremo.
Lo practicaban con diligencia y se sentían plenos de satisfacción. La Deidad les ordenó practicarlo. Ellos obedecieron esta vez. Pero fue afortunado que no se los prohibiera, pues lo hubiesen practicado de todas maneras, aunque lo hubieran prohibido mil Deidades.
Vinieron las consecuencias. Con el nombre de Caín y Abel. Y éstos tuvieron hermanas; y supieron qué hacer con ellas. Y por lo tanto hubo nuevas consecuencias. Caín y Abel engendraron varios sobrinos y sobrinas. Estos, a la vez, engendraron primos segundos. En este punto, la clasificación de los parentescos comenzó a hacerse difícil y se abandonó la idea de mantenerla.
La grata tarea de poblar el mundo continuó de una época a otra, y con la mayor eficiencia; porque en esos días dichosos los sexos todavía eran eficientes en el Arte Supremo, cuando en verdad deberían haber muerto ochocientos años antes. El sexo precioso, el sexo amado, el sexo bello estaba entonces, manifiestamente en su apogeo, pues atraía hasta a los dioses. Dioses verdaderos. Bajaban del cielo y pasaban momentos de goce delicioso con eso cálidos pimpollos jóvenes. La Biblia lo cuenta. Mediante la ayuda de esos visitantes extranjeros la población aumentó hasta completar varios millones. Pero fue una desilusión para la Deidad. Estaba descontento con su moral, que, en ciertos aspectos, no era mejor que la suya propia. En realidad era una imitación descomedidamente buena de la suya. Decidió que el pueblo era totalmente malo, y como no sabía de qué modo reformarlo, juiciosamente decidió abolirlo. Esta es la única idea realmente superior y evolucionada que le acredita su Biblia, y hubiera establecido su reputación para siempre si se hubiera mantenido firme y la hubiera realizado. Pero siempre fue inestable –excepto en su propaganda- y su buena resolución cedió. Se sentía orgulloso del hombre. Era su mejor invento, su favorito después de la mosca común, y no podía soportar la idea de perderlo del todo; así que finalmente decidió salvar a unos ejemplares y ahogar al resto.
Nada pudo ser más típico de Él. Había creado a todos esos seres infames y sólo Él era responsable de su conducta. Ni uno de ellos merecía la muerte, pero extinguirlos era una buena política; principalmente porque al crearlos había cometido el crimen maestro, y estaba claro que al permitirles que siguieran procreando agrandaría ese crimen. Pero al mismo tiempo no podía haber justicia, equidad, ni favoritismo alguno: debían ahogarse todos o ninguno.
No, pero Él no quiso eso; tuvo que salvar media docena y poner a prueba la raza una vez más. No podía prever que se corromperían de nuevo, porque Él es Sapientísimo sólo en la propaganda.
Salvó a Noé y a su familia e hizo arreglos para eliminar al resto. Él diseño el Arca, y Noé la construyó. Ninguno de los dos había hecho un arca antes, ni sabía nada de ellas; y así tenía que esperarse que el resultado fuera algo inusual. Noé era un campesino, y aunque sabía qué requisitos debía satisfacer el Arca, era absolutamente incapaz de decir si ésta sería del tamaño suficiente (y no lo era) para cumplir las necesidades, de modo que no se aventuró a dar consejo. La Deidad ignoraba si era lo suficientemente grande, pero corrió el riesgo y no tomó las medidas adecuadas. Al fin de cuentas, la nave resultó demasiado pequeña, y el mundo sigue sufriendo las consecuencias.
Noé construyó el Arca. La construyó lo mejor que pudo, pero olvidó la mayoría de los detalles esenciales. No tenía timón, velas, brújula ni bombas, no tenía carta marina, ni ancla, barquilla ni luz o ventilación, y en cuanto al espacio para la carga –que era lo principal-, cuanto menos se diga al respecto mejor será. Tenía que permanecer once meses en el mar y necesitaba dos veces su volumen de agua potable. No podía utilizar el agua exterior: la mitad sería agua salada, y ni los hombres ni los animales terrestres podían beberla.
Debía salvarse un ejemplar de hombre, y también ejemplares de los demás animales. Ustedes tienen que comprender que cuando Adán comió la manzana del Jardín y aprendió a multiplicarse y repoblar, los otros animales también aprendieron el Arte observando a Adán. Fue muy inteligente de parte de ellos, muy habilidoso; porque sacaron provecho de la manzana cuando valía la pena sacarlo, sin probarla ni castigarse con la adquisición del desastroso Sentido Moral, padre de todas las inmoralidades.
CARTA V
Noé comenzó a seleccionar animales. Debía haber una pareja de cada especie de criatura que caminara o se arrastrara, nadara o volara, en el mundo de la naturaleza viviente. Sólo podemos deducir el tiempo empleado y su costo, pues no hay registro sobre estos detalles. Cuando Símaco hizo los preparativos para iniciar a su joven hijo en la vida adulta de la Roma imperial envió hombres a Asia, África y a todos lados a cazar animales para las luchas en el circo. Tres años emplearon esos hombres en reunir los animales y llevarlos a Roma. Sólo cuadrúpedos y yacarés, ya se sabe –nada de aves, serpientes, ranas, gusanos, piojos, ratas, pulgas, garrapatas, arañas, moscas, mosquitos-, nada más que los simples cuadrúpedos y los yacarés comunes; y ningún cuadrúpedo excepto los que luchaban. Y, sin embargo, fue como les dije: llevó tres años reunirlos, y el costo de los animales y el transporte y la paga de los hombres sumó cuatro millones y medio de dólares.
¿Cuántos animales? No lo sabemos. Pero fueron menos de cinco mil, pues ése fue el mayor número que se alcanzó para los espectáculos romanos, y fue Tito, no Símaco, quien lo logró, comparados con lo que se comprometió a hacer Noé. En cuanto a aves y bestias y seres de agua dulce tenía que reunir ciento cuarenta y seis mil clases; y de insectos más de dos millones de especies.
Difícil es atrapar a miles y miles de estos bichos, y si Noé no se hubiera dado por vencido y renunciado todavía estaría en la tarea, como solía decir Levítico. Pero no quiero decir que abandonó. Juntó tantos seres como podía alojar y luego se detuvo.
Si hubiera conocido la realidad desde el principio hubiese sabido que lo que se necesitaba era una flota de arcas. Pero él ignoraba cuantas clases de animales existían, al igual que su Jefe. Así que no incluyó a ningún canguro, zarigüeya, monstruo de Gila, ni ornitorrinco, y le faltaron un multitud de criaturas indispensables que el amante Creador había dispuesto para el hombre y a las que había olvidado, al internarse ellas en una parte de este mundo que Él nunca había visto y de cuyas actividades no estaba enterado. Y así todas estas especies se libraron por poco de perecer ahogadas.
Escaparon sólo por accidente. No hubo agua suficiente como para cubrirlo todo. Sólo alcanzó para inundar un pequeño rincón del globo. El resto del territorio se desconocía en ese entonces, y se suponía inexistente.
Sin embargo, lo que real y finalmente decidió a Noé a quedarse con las especies suficientes desde el punto de vista estrictamente práctico y dejar que las demás se extinguieran, fue un incidente ocurrido en los últimos días. Arribo un excitado forastero con ciertas noticias alarmantes. Contó qua había acampado entre valles y montañas como a seis mil millas de distancia, donde había visto algo maravilloso. Cuando, de pie, junto a un precipicio, contemplaba un ancho valle, vio avanzar un mar negro y agitado de extraña vida animal. Simios grandes como elefantes, ranas semejantes a vacas; un megaterio y su harén increíblemente numeroso; saurios y saurios y saurios, grupo tras grupo, familia tras familia, especie tras especie; de treinta metros de largo, nueve de alto, y doblemente belicosos; uno de ellos azotó con la cola a un desprevenido toro Durham y lo hizo volar casi cien metros por el aire hasta caer a los pies del hombre, pereciendo con un suspiro. El forastero afirmó que estos animales prodigiosos habían oído hablar del Arca y venían en camino. Venían a salvarse del diluvio. Y no venían en pares, venían todos: no sabían que los pasajeros estaban limitados a una pareja, dijo el hombre, y de todos modos no les importaban los reglamentos; estaban decididos a embarcar o exigirían muy buenas razones para no hacerlo. El hombre afirmó que el Arca no podría contener ni a la mitad de ellos. Además estaban hambrientos, y se comerían lo que hubiera, incluyendo la colección de animales y a la familia.
Estos hechos se omitieron en el relato bíblico. No se encuentra ni el menor indicio de ellos. Se silenció todo el asunto. No se menciona siquiera a estos grandes seres. Esto les demuestra a ustedes que cuando se deja un vacío culpable en algún contrato el asunto puede disimularse, tanto en las biblias como en cualquier otra parte. Esos poderosos animales serían ahora de inestimable valor para los hombres, ya que el transporte es tan caro y difícil; pero los perdieron. Por culpa de Noé, todos se ahogaron. Algunos de ellos hace ya ocho millones de años.
Ahora bien, el forastero narró su historia y Noé consideró que debía partir antes de la llegada de los monstruos. Lo hubiera hecho de inmediato, pero los tapiceros y decoradores del salón de las moscas todavía tenían que dar los últimos toques; y eso le hizo perder un día. Otro día se tardó en embarcar a las moscas, pues había sesenta y ocho billones y la Deidad temía aún que no fueran suficientes. Otro día se perdió acumulando cuarenta toneladas de basuras seleccionadas para el sustento de las moscas.
Por fin partió Noé; y justo a tiempo, porque al alcanzar el Arca la línea del horizonte llegaron los monstruos, uniendo sus lamentaciones a la de la multitud de padres y madres que lloraban y asustaban a los pequeños que se aferraban a las rocas barridas por las olas bajo la lluvia torrencial. Elevaban sus plegarias al Ser Inmensamente Justo e Inmensamente Misericordioso que nunca había respondido a una plegaria desde que esos peñascos se formaran por la acumulación de un grano de arena tras otro, y que seguiría sin responder a una sola de ellas cuando los siglos los hubieran convertido en arenas otra vez.
CARTA VI
A la tercera jornada, en torno al mediodía, se descubrió que faltaba una mosca. El viaje de regreso resultó largo y difícil, debido a la carencia de cartas de navegación y de brújula, y por el aspecto variable de la costa, con las altas mareas cubriendo o alterando los puntos de referencia. Después de dieciséis días de búsqueda seria y leal, se encontró por fin a la mosca, que fue recibida con himnos de alabanza y gratitud, mientras la Familia permanecía descubierta en señal de respeto a su origen divino. Estaba extenuada y el mal tiempo le había producido sufrimientos, pero aparte de eso estaba en buenas condiciones. Muchos hombres habían muerto de hambre con su familias en las cumbres áridas, pero a ella no le había faltado comida. La multitud de cadáveres se ofrecía en putrefacta y maloliente abundancia. Así fue providencialmente salvado el sagrado insecto.
Providencialmente. Esa es la palabra justa. Porque la mosca no había sido abandonada por accidente. No, intervino la mano de la Providencia. Los accidentes no existen. Todo sucede con algún fin. Está previsto desde los orígenes, desde el principio de los tiempos. Desde la aurora de la Creación el Señor había previsto que Noé, alarmado y confundido ante la invasión de los prodigiosos, futuros fósiles, huiría al mar prematuramente dejando atrás un mal inapreciable. Noé podría contraer enfermedades y podría contagiarlas a las nuevas razas humanas a medida que, éstas aparecieran en el mundo, pero le faltaría lo mejor: la fiebre tifoidea; un mal que, si las circunstancias son especialmente favorables, puede arruinar a un paciente por completo sin matarlo; tal vez pueda incorporarse nuevamente con largas expectativas de vida, pero sordo, mudo, ciego inválido e idiota. La mosca es su principal agente. Y es más competente y calamitosamente eficaz que todos los otros distribuidores del flagelo juntos. Y así, preordenada desde el principio, esta mosca no embarcó, con el fin de buscar un cadáver con tifoidea, alimentarse de su podredumbre y untarse las patas con los gérmenes para transmitirlos como tarea permanente al mundo repoblado. Y así, en los siglos transcurridos desde entonces, billones de lechos de enfermos se han surtido por esa mosca, que ha enviado billones de cuerpos en ruinas a arrastrarse por la tierra, ya ha reclutado cadáveres para llenar billones de cementerios.
Es muy difícil comprender la naturaleza del Dios de la Biblia, tal es la confusión de sus contradicciones. Con la inestabilidad del agua y la firmeza del hierro, una moral abstracta y de bondad santurrona, compuesta de palabras, y una moral concreta infernal expresada en actos; con mercedes pasajeras de las que se arrepiente para caer en una malignidad permanente.
Sin embargo, tras mucho cavilar se llega a la clave de su naturaleza, se puede, por fin, entenderla. Con una franqueza juvenil, extraña y sorprendente, Él mismo nos da la clave. ¡Son los celos!
Imagino que esto los dejará sin aliento. Ustedes saben –por que yo se los he dicho en una carta anterior- que entre los seres humanos los celos están claramente considerados como un defecto; una de las marcas distintivas de todas las mentes pequeñas, y de la cual hasta la más pequeña se avergüenzan. Niegan, mintiendo, si les acusa de tal debilidad pues la acusación hiere como un insulto.
Los celos. No lo olviden, recuérdenlo. Son la clave. Con esta clave llegamos, con el tiempo, a comprender a Dios; sin ella nadie puede entenderlo. Como he dicho, Él mismo exhibe esta clave de modo que todos puedan conocerla. Cándida, sinceramente, dice con el mayor desembarazo: “Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso”.
Es sólo otra forma de decir: “Yo, el Señor, tu Dios soy un pequeño Dios, un Dios, preocupado por las cosas pequeñas”.
Él advertía. No podía soportar la idea de que ningún otro Dios recibiera una parte del homenaje dominical de esta cómica e insignificante raza humana. Lo quería todo para Sí. Lo valoraba. Para Él representaba riqueza; exactamente como las monedas de lata para los zulúes.
Pero esperen, no soy justo; no lo presento como es, el prejuicio me ha llevado a decir lo que no es cierto. No dijo que quisiera el total de adulaciones; no dijo que no estuviera dispuesto a compartirlas con los otros dioses; lo que dijo fue: “No pondrás a otro Dios antes de mí”.
Es algo muy distinto, y lo coloca en una mejor posición, lo confieso. Había una abundancia de dioses. Los bosques, según dicen, estaban llenos de ellos, y todo lo que Él pedía era ser considerado en el mismo rango que los demás, no por encima de ellos, pero tampoco por debajo. Estaba dispuesto a que ellos fertilizaran a las vírgenes terrenales, pero no a concederles mejores términos que los que pudiera reservarse para Sí mismo. Quería ser considerado un igual. Sobre esto insistió en el más claro de los lenguajes; no permitiría otros dioses antes que Él. Podían marchar hombro con hombro, pero ninguno de ellos podría encabezar la procesión, ni reclamar para sí el derecho de hacerlo.
¿Creen que pudo mantenerse en esa recta y honorable posición? No. Podía aferrarse a una mala determinación para siempre, pero no podía mantener una buena ni por el plazo de un mes. Gradualmente descartó esta y, con frialdad, reclamó ser el único Dios del universo.
Como decía, los celos son la clave; están presentes a través de toda Su historia en lugar prominente. Son la sangre y los huesos de Su naturaleza, la base de su carácter. ¡Una insignificancia puede destruir Su compostura y desordenar Su juicio si despierta Sus celos! Y nada excita esta característica Suya tan rápida y seguramente y en forma tan exagerada como la sospecha de que se avecina la competencia. El temor de que si Adán y Eva comían del Árbol de la Sabiduría llegarían a ser “como dioses” Lo puso tan celoso que Su razón se vio afectada, y no pudo tratar a esos pobres seres con justicia o caridad, ni siquiera refrenarse de tratar a su inocente posteridad en forma cruel y criminal.
Hasta el presente Su razón no ha conseguido sobreponerse a esa sacudida; desde entonces Lo posee una loca sed de venganza, y Su ingenio natural ha llegado casi a la extenuación intentando inventar dolores, miserias, humillaciones y sufrimientos que amarguen la breve vida de los descendientes de Adán. ¡Consideren los males que ha ideado para ellos! Son múltiples; no hay libro que pueda nombrarlos todos. Y cada uno es una trampa colocada para una víctima inocente.
El ser humano es una máquina. Una máquina automática. Está compuesta por miles de mecanismos delicados y complejos, que desempeñan sus funciones con armonía y perfección, de acuerdo con leyes pensadas para su gobierno, y sobre las cuales el hombre no tiene poder, ni autoridad, ni control. Para cada uno de esos miles de mecanismos el Creador ha planeado un enemigo cuya función es acosarlo, atormentarlo, perseguirlo, dañarlo, afligirlo con dolores y miserias, hasta la destrucción final. Nada se ha pasado por alto.
Desde la cuna a la tumba estos enemigos están alertas; no conocen descanso, de noche ni de día. Constituyen un ejército, un ejército organizado, capaz de sitiar y atacar; un ejército que está alerta, vigilante, ansioso, inmisericorde; un ejército que no cede, que nunca da tregua.
Se desplaza en escuadrones, en compañías, en batallones, en regimientos, en brigadas, en divisiones, en cuerpos de ejército; en ocasiones reúne sus fuerzas y marcha ferozmente contra la humanidad. Es el gran ejército del Creador, y Él es su Comandante en Jefe. En su frente, Sus tristes banderas sacuden sus consignas cara al sol: Desastre, Enfermedad y el resto.
¡La enfermedad! ¡Esta es la fuerza principal, industriosa, devastadora! Ataca al niño en el momento de nacer; le manda un mal tras otro: croup, sarampión, paperas, trastornos intestinales, dolores de la dentición, escarlatina y otras especialidades infantiles. Sigue al niño hasta que se convierte en joven y le manda especialidades para esa época de la vida. Y sigue al joven hasta la edad adulta y al anciano hasta la tumba.
Enfrentados ante estos hechos, ¿quieren tratar de descubrir cuál es el principal apodo cariñoso de este feroz Comandante en Jefe? Les ahorraré el trabajo, pero no se rían. Es el Padre Nuestro que Estás en el Cielo.
Es curiosa la forma en que trabaja la mente humana. El cristiano parte de esta premisa, definida, radical e inflexible: Dios es omnisciente y todopoderoso.
Siendo éste el caso, nada puede suceder sin que Él lo sepa de antemano; nada puede acontecer sin Su permiso; nada puede suceder si Él desea evitarlo.
Es evidente, ¿verdad? Torna al Creador responsable de todo lo que pasa, ¿no es así?
El cristianismo lo acepta en la oración recordada más arriba. Lo acepta con sentimiento, con entusiasmo.
Después de haber hecho responsable al Creador de todos los dolores, enfermedades y sufrimientos antes enumerados, y que Él podría haber evitado, ¡el inteligente cristiano lo llama mansamente Padre Nuestro!
Es como les digo. ¡Dota al Creador con todos los datos necesarios para crear un ser maligno, y luego llega a la conclusión de que tal Ser y su Padre son la misma cosa! Sin embargo, niega que un loco malvado y el director de la escuela dominical sean, en esencia, lo mismo. ¿Qué les parece la mente humana? Quiero decir, en caso de que les parezca, que existe la mente humana.
CARTA VII
Noé y su familia se salvaron, si puede considerarse una ventaja, -pongo el si por la sencilla razón de que nunca existió una persona inteligente que hubiese alcanzado los sesenta años que consintiera en vivir su vida de nuevo. Ni la suya ni ninguna otra-. La Familia se salvó, sí, pero no estaban cómodos, porque estaban plagados de microbios. Cubiertos hasta los ojos; habían engordado con ellos hasta la obesidad, estirados como globos. Eran condiciones desagradables, pero no podían evitarse, porque había que salvar microbios suficientes para proveer a las futuras razas de hombres de enfermedades desoladoras, y sólo había ocho personas a bordo que pudieran servirles de hoteles. Los microbios eran la parte más importante de la carga del Arca, y la parte por la cual el Creador estaba más preocupado, que más quería. Tenían que tener buen alimento y estar bien instalados. Había gérmenes de tifoidea, de cólera, de hidrofobia, y tétanos, gérmenes de tuberculosis, y de fiebre bubónica, cientos de seres especialmente preciosos, cuál aristócratas portadores dorados del amor de Dios por los hombres, benditos regalos de un Padre amante de sus hijos, y todos ellos tenían que estar suntuosamente alojados y atendidos. Residían en los lugares más selectos que el interior de la Familia podía ofrecer: en los pulmones, en el corazón, en el cerebro, en los riñones, en la sangre, en las entrañas. En las entrañas particularmente. El intestino grueso fue el alojamiento favorito. Allí se reunían en billones incontables, trabajaban y se alimentaban, se retorcían y cantaban himnos de alabanza y agradecimiento. En el silencio de la noche, se podía oír el murmullo. El intestino grueso fue, en realidad, su Cielo. Lo rellenaron, lo pusieron tan rígido como un caño. Se enorgullecía de ello. Su himno habitual hacía grata referencia a ello:
Constipación, oh constipación, Este alegre sonido proclama. Hasta en las recónditas entrañas del hombre El nombre del Hacedor alaba.
Las incomodidades del Arca eran muchas y variadas. La Familia tenía que convivir con una multitud de animales, y respirar el hedor que causaban y ensordecerse noche y día por el ruido fragoroso que producían sus rugidos y sus chillidos. Agregados a esas incomodidades intolerables, el lugar era especialmente difícil para las mujeres, porque no podían mirar en ninguna dirección sin ver a miles de animales multiplicándose y repoblando. Y luego, estaban las moscas. Se amontonaban por todas partes, y perseguían a la Familia todo el día. Eran los primeros animales en despertar, y los últimos en caer dormidos. Pero no debía matárselas, ni lastimárselas, eran sagradas, su origen era divino, eran las favoritas especiales del Creador, sus tesoros.
Con el tiempo otros seres se distribuirían por distintos lugares, dispersados, los tigres fueron destinados a la India, los leones y los elefantes a los desiertos vacíos y a los lugares escondidos de la jungla, los pájaros a las regiones ilimitadas del espacio vacío, los insectos a uno u otro clima, según la naturaleza y las necesidades; ¿pero, y la mosca? No pertenece a nación alguna; se siente a gusto en cualquier clima, el orbe es su territorio, todo ser que respira es su presa, y para todos es un azote del infierno.
Para el hombre es una embajadora divina, un ministro plenipotenciario, un representante especial del Creador. Lo infesta en la cuna; se adhiere en racimos a sus pegajosos párpados; zumba, lo pica y lo fastidia, le roba el sueño a él y las fuerzas a su madre en las largas vigilias que dedica a proteger al hijo del acoso de esta plaga. La mosca atormenta al enfermo en su hogar, en el hospital y en su lecho de muerte hasta su último suspiro. Lo atormenta en la comidas; primero busca pacientes que sufran enfermedades mortales y repugnantes; camina por sus heridas, se impregna las patas con un millón de gérmenes causantes de la muerte; luego se posa en la mesa de ese hombre sano y contamina la mantequilla, y descarga su intestino de excrementos y gérmenes tifoideos en sus panecillos. La mosca arruina más organismos humanos y destruye más vidas que toda la multitud de mensajeros de infelicidad y agentes letales de Dios juntos.
Sem estaba lleno de parásitos intestinales. Es extraordinario el completo y amplio estudio que dedicó el Creador a la gran obra de hacer desgraciado al hombre. He dicho que ideó un agente de aflicción especial para todos y cada uno de los detalles de la estructura del hombre, sin pasar uno solo por alto, y dije la verdad. Mucha gente pobre tiene que andar descalza porque no puede comprarse zapatos. El Creador vio su oportunidad. Diré, de paso, que siempre tiene el ojo puesto sobre los pobres. La novena parte de sus invenciones de enfermedades estaba destinada a los pobres, y ellos las padecen. Los ricos adquieren los sobrantes. No crean que hablo despreocupadamente, no es así. La mayoría de las enfermedades inventadas por el Creador está destinada a atacar a los pobres. Se podría deducir esto del hecho de que uno de los mejores y más comunes nombres que se le dan al Creador desde el púlpito es “Amigo de los Pobres”. Nunca ofrece el púlpito una alabanza al Creador que contenga el menor vestigio de verdad. El enemigo más implacable e incansable de los pobres es su Padre Celestial. El único amigo de los pobres es su prójimo. Se apiada de él, lo compadece, y así lo demuestra en sus actos. Hace lo que puede para aliviar sus penas, y en cada caso el Padre Celestial recibe el crédito.
Lo mismo pasa con las enfermedades. Si la ciencia extermina una enfermedad que ha estado trabajando para Dios, es Dios el que recibe todo el mérito, ¡y todos los púlpitos irrumpen en arrebatos publicitarios de gratitud y proclaman su bondad! Él lo hizo, quizás esperó mil años antes de hacerlo; eso no es nada; el púlpito dice que estaba pensando en ello todo el tiempo. Cuando los hombres exasperados se rebelan y barren a una tiranía de siglos y liberan a una nación, lo primero que hace el púlpito es anunciarlo como obra de Dios, e insta a la gente a ponerse de rodillas y agradecer a Dios por ello. Y el púlpito dice con admirable emoción: “Que entiendan los tiranos que el Ojo que nunca duerme está posado sobre ellos; y que recuerden que el Señor Nuestro Dios no será siempre paciente, sino que desatará el huracán de Su ira sobre ellos en el día señalado”. Se olvidan de mencionar que Sus movimientos son los más lentos del Universo; que Su Ojo que nunca duerme bien podría hacerlo, ya que tarda un siglo en ver lo que cualquier otro ojo apreciaría en una semana; que no hay en toda la historia un solo ejemplo de que Él pensara en un acto noble primero, sino que siempre pensó en ello un poco después de que a alguien más se le ocurriera y lo hiciera. Entonces si llega Él, y se cobra los dividendos.
Ahora bien, seiscientos años atrás Sem estaba infectado de gusanos. De tamaño microscópico, invisibles al ojo. Todos los productores de enfermedades especialmente mortales del Creador son invisibles. Es una idea ingeniosa. Durante miles de años esto impidió al hombre llegar a la raíz de sus males y desbarató todo intento de sobreponerse a ellos. Sólo en fecha muy reciente la ciencia consiguió aclarar esta traición.
El último de esto benditos triunfos de la ciencia fue el descubrimiento y la identificación del embozado asesino que se conoce con el nombre de parásito intestinal. Su presa favorita es el pobre que va descalzo. Le tiende su emboscada en las regiones cálidas y en los lugares arenosos y se le clava en los pies desprotegidos.
El parásito intestinal fue descubierto hace tres o cuatro años por un médico que estudió pacientemente a las víctimas de este mal durante mucho tiempo. La enfermedad provocada por este parásito había causado estragos en todos los lugares de la tierra desde que Sem desembarcara en Ararat, sin que se sospechara jamás que era realmente una enfermedad. Simplemente se consideraba haragana a la gente que la contraía, y por lo tanto era objeto de burla, desprecio, no de lástima. El parásito intestinal es un invento particularmente vil y taimado, y durante siglo hizo su trabajo subterráneo sin que se lo molestara; pero este médico y sus colaboradores lo exterminarán a partir de ahora.
Dios está tras esto. Ha pensado durante seis mil años para tomar Su decisión. La idea de exterminar el parásito fue Suya. Estuvo a punto de hacerlo antes de que lo hiciera el doctor Charles Wardell Stiles. Pero está a tiempo para cosechar el mérito. Siempre lo está. Va a costar un millón de dólares. Probablemente Él estuvo a punto de contribuir con esa suma, pero alguien se le adelantó, como de costumbre el señor Rockefeller. Él pone el millón, pero el mérito se le atribuye a otro –como es habitual. Los diarios de la mañana nos informan sobre la acción del parásito intestinal:
“Los parásitos intestinales a menudo disminuyen tanto la vitalidad de las personas afectadas que se retarda su desarrollo físico y mental, se vuelven más susceptibles a contraer otras enfermedades, disminuye la eficiencia laboral, y en los distritos donde la enfermedad es más notoria hay un intenso aumento en el índice de mortalidad por tuberculosis, neumonía, fiebre tifoidea y malaria. Se ha demostrado que la disminución de la vitalidad en la población, atribuida durante largo tiempo a la malaria y al clima de ciertas zonas y que afecta seriamente el progreso económico, se debe en realidad a este parásito. El mal no se limita a una determinada clase de personas; cobra su tributo de sufrimiento y muerte lo mismo entre los acomodados y altamente inteligentes que entre los menos afortunados. Un cálculo conservador señala que dos millones de habitantes están afectados por este parásito. El mal es más común y más grave en los niños de edad escolar. A pesar de ser una infección grave y de estar muy generalizada, hay un punto positivo. La enfermedad puede ser fácilmente reconocida y tratada con eficacia. Puede prevenirse (con la ayuda de Dios) mediante precauciones sanitarias apropiadas y sencillas”.
Los pobres niños están bajo la vigilancia del Ojo que nunca duerme, ya lo ven. Siempre han tenido esa mala suerte. Tanto ellos como los “pobres del Señor” –según la sarcástica frase- jamás han podido liberarse de las atenciones del Ojo.
Sí, los pobres, los humildes, los ignorantes, son los que reciben sus cuidados. Consideremos la “enfermedad del sueño”, de África. Esta atroz crueldad tiene por víctima a una raza de negros inocentes e ignorantes que Dios colocó en un desierto remoto, y sobre la cual puso Su Ojo: el que no duerme nunca si hay oportunidad de engendrar padecimientos para alguien. Hizo los arreglos pertinentes antes del Diluvio. El agente elegido fue una mosca emparentada con la tsé-tsé, una mosca que asola el país de Zambesi y mata con su picadura al ganado y a los caballos, volviendo así a la región inhabitable para el hombre. El espantoso pariente de la tsé-tsé deposita un microbio que produce la “Enfermedad del Sueño”. Cam estaba plagado de estos microbios y al término del viaje los esparció en África, comenzando la destrucción que no encontraría alivio hasta haber pasado seis mil años, cuando la ciencia atisbaría en el misterio descubriendo la causa de la enfermedad. Las naciones piadosas agradecen desde entonces a Dios, y lo alaban por venir al rescate de los negros. El púlpito dice que es Él quien merece la alabanza. Por cierto que es un Ser muy curioso. Comete un crimen atroz, prolonga este crimen durante seis mil años y, luego, se hace merecedor de alabanzas porque sugiere a alguien la forma de paliar su gravedad. Al enfermo le llaman paciente, y realmente debe serlo, pues de otro modo hace siglos que hubiera hundido el púlpito en la perdición por los nefastos dones que recibe de Su parte. La ciencia dice lo siguiente de la Enfermedad del Sueño, llamada también Letargo Negro:
“Se caracteriza por períodos de sueño recurrentes a intervalos. La enfermedad dura de cuatro meses a cuatro años, y es siempre fatal. La víctima al principio tiene apariencia lánguida, pálida, débil, idiotizada. Los párpados se inflaman y aparece una erupción cutánea. Se queda dormida mientras habla, come o trabaja. A medida que progresa la enfermedad se alimenta con dificultad, enflaqueciendo. La inanición y la aparición de llagas van seguidas de convulsiones y la muerte. Algunos pacientes pierden la razón”.
Quien es llamado por la Iglesia y el pueblo Padre Nuestro que estás en los Cielos es el que inventó la mosca y la mandó a infligir este triste y prolongado infortunio, esta melancolía y esta ruina, esta podredumbre del cuerpo y de la mente, a un pobre salvaje que no hizo daño alguno al Gran Criminal. No hay un hombre en el mundo que no compadezca al pobre negro sufriente, y no hay hombre que no estuviera dispuesto a devolverle la salud si pudiera. Para encontrar al único que no siente piedad de él es necesario ir al Cielo; para encontrar al único que puede sanarlo y a quien no se pudo persuadir de que lo hiciera, es necesario ir al mismo lugar. Hay sólo un padre lo suficientemente cruel para afligir a su hijo con este horrible mal; sólo uno. Ni todas las eternidades pueden producir otro. ¿Les gustan los reproches poéticos llenos de indignación expresada con calor? He aquí uno, recién salido del corazón de un esclavo:
¡La falta de humanidad del hombre Causa incontables pesares!
Les contaré una linda historia que tiene un toque patético. Un hombre se volvió religioso, y preguntó a un sacerdote qué podía hacer para volverse digno de su nuevo estado. El sacerdote dijo: “Imita a Nuestro Padre que está en el Cielo, aprende a ser como Él”. El hombre estudió la Biblia con atención, diligente, concienzudamente, y luego de haber rogado al Cielo que lo guiara, inicio sus imitaciones. Hizo caer por las escaleras a su mujer, que se rompió la columna dejándola paralítica por el resto de sus días; entregó a su hermano en manos de un estafador, que le robó cuanto poseía y lo dejó en el asilo; inoculó parásitos intestinales a uno de sus hijos, la enfermedad del sueño a otro, y gonorrea al tercero; hizo que su hija se contagiara escarlatina y llegara así a la adolescencia sorda, ciega y muda para siempre; y después de ayudar a un canalla a que sedujera a la menor, le cerró la puertas de su casa y la hija murió maldiciéndolo en un prostíbulo. Luego se presentó ante el sacerdote, que le dijo que esa no era la forma de imitar al Padre Celestial. El converso preguntó en qué había fallado, pero el sacerdote cambió de de tema y le preguntó cómo estaba el tiempo en su pueblo.
CARTA VIII
El hombre es, sin duda, el tonto más interesante que existe. También el más excéntrico. No tiene una sola ley escrita, en su Biblia o fuera de ella, que tenga otra intención u otro propósito que éste: limitar u oponerse a la ley de Dios.
Pocas veces saca de un hecho sencillo algo que no sea una conclusión equivocada. No puede evitarlo; es la forma en que está hecha esa confusión que él llama su mente. Consideren lo que acepta, y todas las curiosas conclusiones que extrae.
Por ejemplo, acepta que Dios hizo al hombre. Lo hizo sin deseo ni conocimiento del hombre. Esto parece hacer, indisputable y claramente, a Dios y solamente a Dios responsable por los actos del hombre. Pero el hombre niega esto.
Acepta que Dios hizo a los ángeles perfectos, sin mácula e inmunes al dolor y a la muerte, y que podría haber sido igualmente bondadoso con el hombre, si lo hubiera querido, pero niega que tuviera ninguna obligación moral de hacerlo.
Acepta que el hombre no tiene derecho moral a castigar al hijo que engendra con crueldades voluntarias, enfermedades dolorosas o la muerte, pero rehúsa limitar los privilegios de Dios de la misma manera hacia los hijos que Él engendra.
La Biblia y los estatutos del hombre prohíben el homicidio, el adulterio, la fornicación, la mentira, la traición, el robo, la opresión y otros crímenes, pero sostienen que Dios está libre de esas leyes y que tiene derecho a romperlas cuando quiera. Aceptan que Dios da a cada hombre al nacer su temperamento y su disposición. Aceptan que el hombre no puede, por medio de ningún proceso, cambiar este temperamento, sino que debe permanecer siempre bajo su dominio. Pero, en el caso de que un hombre esté lleno de pasiones tremendas, y otro, totalmente privado de ellas, considera justo y racional castigar al primero por sus crímenes, y recompensar al segundo por abstenerse de cometerlos.
A ver, consideremos estas curiosidades. Temperamento (disposición): Tomemos dos extremos de temperamento: la cabra y la tortuga. Ninguna de estas dos criaturas crea su propio temperamento, sino que nace con él, como el hombre y, al igual que él, no puede cambiarlo. El temperamento es la Ley de Dios escrita en el corazón de cada ser por la propia mano de Dios, y debe ser obedecido, y lo será a pesar de todos los estatutos que lo restrinjan o prohíban, emanen de donde emanen.
Muy bien, la lascivia es el rasgo dominante del temperamento de la cabra, la Ley de Dios para su corazón, y debe obedecerla y la obedece todo el día durante la época de celo, sin detenerse para comer o beber. Si la Biblia ordenara a la cabra: “No fornicarás, no cometerás adulterio”, hasta el hombre, ese estúpido hombre, reconocería la tontería de la prohibición, y reconocería que la cabra no debe ser castigada por obedecer la Ley de su Hacedor. Sin embargo, cree que es apropiado y justo que el hombre sea colocado bajo la prohibición. Todos los hombres. Sin excepción. A juzgar por las apariencias esto es estúpido, porque, por temperamento, que es la verdadera Ley de Dios, muchos hombres son iguales que las cabras y no pueden evitar cometer adulterio cuando tienen oportunidad; mientras que hay gran número de hombres que, por temperamento, pueden mantener su pureza y dejan pasar la oportunidad si la mujer no tiene atractivos. Pero la Biblia no permite en absoluto el adulterio, pueda o no evitarlo la persona. No acepta distinción entre la cabra y la tortuga, la excitable cabra, la cabra emocional, que debe cometer adulterio todos los días o languidecer y morir, y la tortuga, esa puritana tranquila que se da el gusto sólo una vez cada dos años y que se queda dormida mientras lo hace y no se despierta en sesenta días. Ninguna señora cabra está libre de violencia ni siquiera en el día sagrado, si hay un señor macho cabrío en tres millas a la redonda y el único obstáculo es una cerca de cinco metros de alto, mientras que ni el señor ni la señora tortuga tienen nunca el apetito suficiente de los solemnes placeres de fornicar para estar dispuestos a romper el descanso de la fiesta por ellos. Ahora, según el curioso razonamiento del hombre, la cabra es acreedora a castigo y la tortuga a encomio.
“No cometerás adulterio” es un mandamiento que no establece distingos entre las siguientes personas. A todos se les ordena obedecerlo:
Los niños recién nacidos.
Los niños de pecho.
Los escolares.
Los jóvenes y doncellas.
Los jóvenes adultos.
Los mayores.
Los hombres y mujeres de 40 años.
De 50.
De 60.
De 70.
De 80.
De 90.
De 100.
El mandamiento no distribuye su carga adecuadamente, ni puede hacerlo. No es difícil acatarlo para los tres grupos de niños. Es progresivamente difícil para los tres grupos siguientes, rayando en la crueldad. Felizmente se suaviza para los tres grupos posteriores. Al alcanzar esta etapa, ha hecho todo el daño que podía hacer, y podría suprimirse. Pero con una imbecilidad cómica se extiende su aplastante prohibición a las cuatro edades siguientes. Pobres viejos desgastados, aunque trataran no podrían desobedecerlo. ¡Y piensen ustedes, reciben loas porque se abstienen santamente de cometer adulterio entre ellos!
Esto es absurdo, porque la Biblia sabe que si se le diera la oportunidad al más anciano de recuperar la plenitud perdida durante una hora, arrojaría el mandato al viento y arruinaría a la primera mujer con quien se cruzara, aunque se tratara de una perfecta desconocida. Es como yo digo: tanto los estatutos de la Biblia como los libros de derecho son un intento de revocar una Ley de Dios, que en otras palabras expresa la inalterable e indestructible ley natural. El Dios de esta gente les ha demostrado con un millón de actos que Él no respeta ninguno de los estatutos de la Biblia. Él mismo rompe cada una de Sus leyes, aun la del adulterio. La Ley de Dios, al ser creada la mujer, fue la siguiente: No habrá límite impuesto sobre tu capacidad de copular con el sexo opuesto en ninguna etapa de tu vida. La Ley de Dios, al ser creado el hombre, fue la siguiente: durante tu vida entera estarás sometido sexualmente a restricciones y límites inflexibles.
Durante veintitrés días de cada mes (no habiendo embarazo), desde el momento en que la mujer cumple siete años hasta que muere de vieja, está lista para la acción, y es competente. Tan competente como el candelero para recibir la vela. Competente todos los días, competente todas las noches. Además, quiere la vela, la desea, la ansía, suspira por ella, como lo ordena la Ley de Dios en su corazón Pero la competencia del hombre es breve; y mientras dura es sólo en la medida moderada establecida para su sexo. Es competente desde la edad de dieciséis o diecisiete años y durante un plazo de treinta y cinco años. Después de los cincuenta su acción es de baja calidad, los intervalos son amplios y la satisfacción no tiene gran valor para ninguna de las partes; mientras que su bisabuela está como nueva. Nada le pasa a ella. El candelero está tan firme como siempre, mientras que la vela se va ablandando y debilitando a medida que pasan los años por las tormentas de la edad, hasta que por fin no puede erguirse y debe pasar a reposo con la esperanza de una feliz resurrección que no ha de llegar jamás.
Por constitución, la mujer debe dejar descansar su fábrica tres días por mes y durante un período del embarazo. Son etapas de incomodidad, a veces de sufrimiento. Como justa compensación, tiene el alto privilegio del adulterio, ilimitado todos los demás días de su vida.
Esa es la Ley de Dios, revelada en su naturaleza. ¿Y qué pasa con este valioso privilegio? ¿Vive disfrutándolo libremente? No. En ningún lugar del mundo. En todas partes se lo arrebatan. ¿Y quién lo hace? El hombre. Los estatutos del hombre, si es que la Biblia es la Palabra de Dios. Pues bien, tienen ante ustedes una muestra del “poder del razonamiento” del hombre, como él le llama. Observa ciertos hechos. Por ejemplo, a lo largo de su vida no hay un solo día en que pueda satisfacer a una mujer; asimismo, en la vida de la mujer no hay un día en que no pueda esforzarse y vencer, dejando fuera de combate a diez hombres en la cama.
Así el hombre concreta esta singular conclusión en una ley definitiva. Y lo hace sin consultar a la mujer, aunque a ella le concierne el asunto mil veces más que a él. La capacidad procreadora del hombre está limitada a un término medio de cien experiencias por año durante cincuenta años, la de la mujer alcanza las tres mil por año durante el mismo lapso y durante tantos años más como pueda vivir. Así su interés en el asunto se reduce a cinco mil descargas en su vida, mientras que ella experimenta ciento cincuenta mil; sin embargo, en lugar de permitir, honorablemente, que haga la ley la persona más afectada, este cerdo inconmensurable, que carece de algún motivo digno de consideración, ¡decide dictarla él!
Hasta ahora habrán descubierto, por mis comentarios, que el hombre es un tonto; ahora saben que la mujer lo es más.
Ahora, si ustedes o cualquier otra persona inteligente pusieran en orden las equidades y justicias entre el hombre y la mujer, concederían al hombre la cincuentava parte de interés en una mujer, y a la mujer le otorgarían un harén. ¿No es así? Necesariamente. Pero, les aseguro, este ser de la vela decrépita ha asumido la posición contraria. Salomón, que era uno de los favoritos de la Deidad, tenía un gabinete de copulación compuesto de setecientas esposas y trescientas concubinas. Ni para salvar su vida podría haber mantenido satisfechas siquiera a dos de esas jóvenes criaturas, aun cuando tenía quince expertos que lo ayudaban. Necesariamente las mil pasaban años y años con su apetito insatisfecho. Imagínense un hombre suficientemente cruel para contemplar ese sufrimiento todos los días y no hacer nada para mitigarlo. Maliciosamente hasta agregaba agudeza a este patético sufrimiento, al mantener siempre a la vista de esas mujeres, fuertes guardias cuyas espléndidas formas masculinas hacían que se les hiciera agua la boca a esas pobres muchachitas, y negándoles el solaz, pues esos caballeros eran eunucos. Un eunuco es una persona cuya vela ha sido apagada mediante un artificio.
De vez en cuando, mientras prosigo, tomaré uno u otro pasaje bíblico y les demostraré que este siempre viola la Ley de Dios. Incorporado más tarde a las normas de las naciones, la violación continúa. Pero ello puede esperar, no hay apuro.
CARTA IX
El Arca continuó su viaje, a la deriva, errante, sin brújula y sin control, juguete de los vientos caprichosos y de las corrientes arremolinadas. ¡Y la lluvia, persistente! Seguía cayendo a cántaros, calando, inundando. Nunca se había visto lluvia igual. Se había oído hablar de cuarenta centímetros por día, cifra insignificante en comparación. Ahora eran trescientos veinte centímetros por día, ¡tres metros! Esta cantidad increíble llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, sumergiendo los cerros de ciento veinte metros de alto. Luego los cielos y hasta los ángeles se secaron. No cayó una gota más.
Como Diluvio Universal, éste fue una desilusión, pero había montones de Diluvios Universales antes, como lo atestiguan todas las biblias de todas las naciones, y éste fue uno de ellos. Por fin, el Arca encalló en la cima del monte Ararat, a cinco mil cien metros sobre la altura del valle, y su carga viviente desembarcó y descendió la montaña. Noé plantó un viñedo, bebió su vino y cayó vencido.
Esta persona había sido elegida entre todas porque fue considerada la mejor. Iba a reiniciar la raza sobre una nueva base. Esta fue la nueva base. No prometía nada bueno. Llevar adelante el experimento era correr un riesgo grande e irrazonable. Se presentó el momento de hacer con esta gente lo que tan juiciosamente se había hecho con los demás, ahogarlos. Cualquiera que no fuera el Creador se hubiera dado cuenta. Pero Él no. Es decir, quizá no lo apreció así.
Se dice que desde el principio del tiempo previó todo lo que sucedería en el mundo. Si eso es cierto, previó que Adán y Eva comerían la manzana; que su descendencia sería insoportable y tendría que ser ahogada; que la descendencia de Noé, a su vez, sería insoportable, y que, con el tiempo, Él tendría que dejar Su trono celestial y bajar a ser crucificado para salvar a esta misma fastidiosa raza humana una vez más. ¿A toda ella? ¡No! ¿A una parte de ella? Sí. ¿Qué parte? En cada generación, por cientos y cientos de generaciones, un billón morirían y todos estarían condenados excepto, quizá, diez mil del billón. Los diez mil tendrían que proceder del reducido número de cristianos, y sólo uno de cien de ese pequeño grupo tendría una oportunidad de salvación. Salvo aquellos católicos romanos que tuvieran la suerte de mantener un sacerdote a mano para que les limpiara el alma al exhalar el último suspiro, y tal vez, algún presbiteriano. Ninguno más. ¿Están ustedes dispuestos a aceptar que previó esto? El púlpito lo acepta. Equivale a acordar que en materia de intelecto la Deidad es el Pobre Máximo del Universo y que, en cuestión de moral y carácter llega tan bajo que está al nivel de David.
CARTA X
Los dos Testamentos son interesantes, cada uno a su modo. El Antiguo nos da un retrato del Dios de este pueblo antes del inicio de la religión, el otro nos da una visión posterior. El Antiguo Testamento se interesa principalmente por la sangre y la sensualidad. El Nuevo por la Salvación. La Salvación por medio del fuego.
La primera vez que la Deidad descendió a la tierra, trajo la vida y la muerte; cuando vino la segunda vez, trajo el infierno.
La vida no era un regalo valioso, pero la muerte sí. La vida era un sueño febril compuesto de alegrías amargadas por los sufrimientos, placeres envenenados por el dolor. Un sueño que era confusa pesadilla de deleites espasmódicos y huidizos, éxtasis, exultaciones, felicidades, entremezclados con infortunios prolongados, penas, peligros, horrores, desilusiones, derrotas, humillaciones y desesperación. La más agobiante maldición que pudiera imaginar el Ingenio Divino. Pero la muerte era dulce, apacible, bondadosa; la muerte curaba el espíritu abatido y el corazón destrozado, proporcionándoles descanso y olvido; la muerte era el mejor amigo del hombre, que lo liberaba de una vida insoportable.
Con el tiempo, la Deidad percibió que la muerte era un error; un error insuficiente; un error, en razón de que a pesar de ser un agente admirable para infligir infelicidad al superviviente, permitía a la persona que moría escapar de la persecución posterior en el bendito refugio de la tumba. Dios meditó sobre este asunto, sin éxito, durante cuatro mil años, pero tan pronto como bajó a la tierra y se hizo cristiano se le aclaró la mente y supo qué hacer. Inventó el infierno y lo proclamó.
Aquí hay algo curioso. Todos creen que mientras estuvo en el cielo fue severo, duro, fácil de ofender, celoso y cruel; pero en cuanto bajó a la tierra y tomó el nombre de Jesucristo, asumió el papel opuesto. Es decir, se volvió dulce y manso, misericordioso, compasivo, toda aspereza desapareció de su naturaleza, reemplazada por un amor profundo y ansioso por sus pobres hijos humanos. ¡Sin embargo, fue Jesucristo quien inventó el infierno y lo proclamó!
Esto equivale a decir que como manso y suave Salvador fue mil billones de veces más cruel que en el Antiguo Testamento. ¡Oh, incomparablemente más atroz que en sus peores momentos de antaño! ¿Manso y suave? Luego examinaremos este sarcasmo popular a la luz del infierno que inventó. Aunque es verdad que Jesucristo se lleva la palma por la malignidad de tal invento, ya era lo suficientemente duro y desapacible para cumplir su función de Dios antes de volverse cristiano. Al parecer, no se detuvo a reflexionar que la culpa era de Él cuando el hombre erraba, ya que el hombre sólo actuaba según la disposición natural con que Él lo había dotado. No, castigaba al hombre, en lugar de castigarse a Sí mismo. Aun más, el castigo generalmente sobrepasaba a la ofensa. A menudo caía, también, no sobre el ejecutor de la falta, sino sobre algún otro: un caudillo o jefe de comunidad, por ejemplo.
“Moraba Israel en Sitim; y el pueblo empezó a fornicar con la hijas de Moab”.
“Y Jehová dijo a Moisés: toma a todos los príncipes del pueblo, y ahórcalos ante Jehová delante del sol, y el ardor de la ira de Jehová se apartará de Israel”. ¿A ustedes les parece justo? No parece que los “dirigentes del pueblo” hubieran cometido adulterio y, sin embargo, a ellos se los colgó en lugar del “pueblo”.
Si fue justo y equitativo en esos días, sería justo y equitativo hoy, porque le púlpito sostiene que la justicia de Dios es eterna e inalterable; así como que Él es la Fuente de la Moral, y que su moral es eterna e inalterable. Muy bien, entonces debemos creer que si el pueblo de Nueva York comenzara a prostituir a las hijas de Nueva Jersey, sería justo y equitativo levantar un patíbulo frente a la municipalidad y colgar al intendente, al jefe de policía y a los jueces, y al arzobispo, aunque ellos no lo hubieran hecho. A mí no me parece bien. Además, pueden estar completamente seguros de que no podría suceder. El pueblo no lo permitiría. Son mejores que su Biblia. Nada sucedería, excepto algunos juicios por daños, si no se pudiera silenciar el asunto.
Ni aun allá en el Sur tomarían medidas contra las personas no involucradas; tomarían una soga y darían caza a los culpables, y si no consiguieran encontrarlos, lincharían a un negro. Las cosas han mejorado mucho desde los tiempos del Todopoderoso, diga el púlpito lo que quiera. ¿Quieren analizar un poco más la moral y la disposición y conducta de la Deidad? ¿Y quieren recordar que en la asignatura de catecismo se insta a los chicos a amar al Todopoderoso, a honrarlo, a alabarlo, y a considerarlo como modelo y tratar de parecerse a él tanto como puedan? Lean:
1. Jehová habló a Moisés, diciendo:
2. Haz la venganza de los hijos de Israel contra los madianitas; después serás recogido a tu pueblo...
7. Y pelearon contra Madián, como Jehová lo mandó a Moisés, y mataron a todo varón.
8. Mataron también, entre los muertos de ellos, a los reyes de Madián, Evi, Requem, Zur, Hur y Reba, cinco reyes de Madián; también a Balaam, hijo de Beor, mataron a espada.
9. Y los hijos de Israel llevaron cautivas a todas las mujeres de los madianitas, a sus niños y todas sus bestias y todos sus ganados; y arrebataron todos sus bienes.
10. E incendiaron todas sus ciudades y aldeas y casas.
11. Y tomaron todo el despojo, y todo el botín, así de hombres como de bestias.
12. Y trajeron a Moisés y al sacerdote Eleazar, y a la congregación de los hijos de Israel, los cautivos y el botín y los despojos al campamento, en los llanos de Moab, que están junto al Jordán frente a Jericó.
13. Y salieron Moisés y el sacerdote Eleazar y todos los príncipes de la congregación, a recibirlos fuera del campamento.
14. Y se enojó Moisés contra los capitanes del ejército, contra los jefes de los millares y de centenares que volvían de la guerra.
15. Y les dijo Moisés: ¿Por qué habéis dejado con vida a todas las mujeres?
16. He aquí: por consejo de Balaam ellas fueron causa de que los hijos de Israel prevaricasen contra Jehová en lo tocante a Baal-Peor, por lo que hubo mortandad en la congregación de Jehová.
17. Matad, pues, ahora, a todos los varones de entre los niños; matad también a toda mujer que haya conocido varón carnalmente.
18. Pero a todas las niñas entre las mujeres, que no hayan conocido varón, las dejaréis con vida.
19. Y vosotros, cualquiera que haya dado muerte a persona, y cualquiera que haya tocado muerto, permanecerá fuera del campamento siete días, y os purificaréis al tercer día y al séptimo, vosotros y vuestros cautivos.
20. Asimismo purificaréis todo vestido, y toda prenda de pieles, y toda obra de pelo de cabra, y todo utensilio de madera.
21. Y el sacerdote Eleazar dijo a los hombres de guerra que venían de la guerra: Esta es la ordenanza de la ley que Jehová ha mandado a Moisés...
25. Y Jehová habló a Moisés, diciendo:
26. Toma la cuenta del botín que se ha hecho, así de las personas como de las bestias, tú y el sacerdote Eleazar, y los jefes de los padres de la congregación.
27. Y partirás por mitades el botín entre los que pelearon, los que salieron a la guerra, y toda la congregación.
28. Y apartarás para Jehová el tributo de los hombres de guerra que salieron a la guerra; de quinientos, uno, así de las personas como de los bueyes, de los asnos y de las ovejas.
31. Hicieron Moisés y el sacerdote Eleazar como Jehová mandó a Moisés.
32. Y fue el botín, el resto del botín que tomaron los hombres de guerra, seiscientos setenta y cinco mil ovejas,
33. Setenta y dos mil bueyes,
34. Y setenta y un mil asnos.
35. En cuanto a personas, de mujeres que no habían conocido varón, eran por todas treinta y dos mil.
40. Y de las personas, dieciséis mil; y de ellas el tributo para Jehová, treinta y dos personas.
41. Y dio Moisés el tributo, para ofrenda elevada a Jehová, al sacerdote Eleazar, como Jehová lo mandó a Moisés.
47. De la mitad, pues, para los hijos de Israel, tomó Moisés uno de cada cincuenta, así de las personas como de los animales, y los dio a los levitas, que tenían la protección del tabernáculo de Jehová, como Jehová lo había mandado a Moisés.
10. Cuando te acerques a una ciudad para combatirla, le intimidarás la paz...
13. Luego que Jehová tu Dios la entregue en tu mano, herirás a todo varón suyo a filo de espada.
14. Solamente las mujeres y los niños y los animales, y todo lo que haya en la ciudad, todo su botín tomarás para ti; y comerás del botín de tus enemigos, los cuales Jehová tu Dios te entregó.
15. Así harás a todas las ciudades que estén muy lejos de ti, que no sean las ciudades de estas naciones.
16. Pero de las ciudades de estos pueblos que Jehová tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida.
La ley bíblica dice: “No matarás”.
La Ley de Dios, implantada en el corazón del hombre al nacer, dice: “Matarás”. El capítulo que cité les demuestra que el estatuto bíblico falla una vez más. No puede dejar de lado la ley de la naturaleza, que es más poderosa. Según la creencia de esta gente, fue el propio Dios quien dijo: “No matarás”. Luego está claro que no puede respetar sus mandamientos. Él mató a toda esa gente, a todo varón.
De alguna manera habían ofendido a la Deidad. Sabemos cuál fue la ofensa, sin necesidad de investigarlo; es decir, una tontería; alguna pequeñez a la cual nadie más que un Dios atribuiría importancia. Es probable que algún madianita estuviera imitando la acción de un tal Onán a quien se le había ordenado “penetrar a la mujer de su hermano”, lo que hizo; pero en lugar de consumar, “lo dejó caer en el suelo”.
El Señor dio muerte a Onán por eso, porque el Señor no podía tolerar la falta de delicadeza. El Señor asesinó a Onán, y hasta hoy el mundo cristiano no puede entender por qué se detuvo allí, en lugar de matar a todos los habitantes de trescientas millas a la redonda, ya que estos eran inocentes y, por lo tanto, eran, precisamente, los que hubiera ejecutado. Porque ésa ha sido siempre Su idea del trato justo. Si hubiera tenido un lema, hubiese sido: “que no escape ningún inocente”. Ustedes recuerdan lo que hizo en la época del Diluvio. Había multitudes y multitudes de niños pequeños, y Él sabía que nunca le habían hecho daño alguno; pero sus parientes sí, y eso era suficiente para Él. Vio levantarse las aguas hasta sus labios clamorosos, apreció el terror salvaje de sus ojos, valoró el agónico pedido en las caras de las madres, que hubieran conmovido a cualquier corazón excepto el Suyo. Pero Él quería castigar particularmente a los no culpables, y ahogó a esos pobres niños.
Y recordarán ustedes que en el caso de los descendientes de Adán, todos los billones eran inocentes, ninguno de ellos tomó parte en el delito, pero Dios los considera culpables hasta hoy. Nadie se libra, excepto reconociéndose culpable, y no sirve ninguna mentira menor.
Algún madianita debe haber repetido el acto de Onán, y haber traído el castigo sobre su pueblo. Si no fue ésa la falta que ultrajó el poder de la Deidad, ya sé lo que fue: algún madianita debe haber orinado contra la pared. Estoy seguro de ello, porque esa es una impropiedad que la Fuente de Toda Etiqueta nunca pudo tolerar. Una persona podía orinar contra un árbol, podía orinar contra su madre, podía orinarse en los calzones, y salir bien librado, pero nunca debía orinar contra una pared, eso sería ir demasiado lejos. No está establecido el origen del principio divino contra este delito; pero sabemos que el prejuicio era muy fuerte, tan fuerte que sólo una masacre total del pueblo que habitara la región donde estuviera la pared podía satisfacer a la Deidad.
Tomen el caso de Jeroboam. “Separaré de Jeroboam al que orine contra el muro”. Y se hizo. Y no sólo el que lo hizo fue liquidado sino también el resto de los habitantes. Sucedió lo mismo con la casa de Baasa; todos fueron eliminados, parientes y amigos, sin que quedara “nadie que orinara contra el muro”.
En el caso de Jeroboam tienen ustedes un notable ejemplo de la costumbre de de la Deidad de no limitar sus castigos al culpable; siempre incluye a los inocentes. Hasta los descendientes de esa infortunada casa fue barrida, “como el hombre saca el estiércol, hasta que desaparezca por completo”. Esto incluye a las mujeres, las doncellas y las niñas pequeñas. Todas inocentes, porque no podían orinar contra el muro. Nadie de ese sexo puede hacerlo. Nadie más que los miembros del sexo masculino pueden realizar tal hazaña.
Un prejuicio curioso. Y todavía existe. Los padres protestantes tienen aún la Biblia a mano en sus casas, para que los niños estudien, y una de las primeras cosas que aprenden es a ser buenos y puros y a no orinar contra el muro. Estudian prioritariamente esos pasajes, excepto los que incitan a la masturbación. Estos los buscan y los estudian en privado. No existe un niño protestante que no se masturbe. Este arte es el primer conocimiento que a un niño le confiere la religión. Y también el primero que la religión enseña a una niña.
La Biblia posee esta ventaja sobre todos los demás libros que enseñan refinamiento y buenos modales: llega al niño. Llega a su mente en la edad más receptiva e impresionable; los otros tienen que esperar.
“Tendrás entre tus armas una pala y cuando te descargaras afuera, cavarás con ella, y cubrirás tu excremento”.
Esta regla se hizo en los viejos tiempos porque “el Señor tu Dios anda en medio de tu campamento”. Probablemente no valga la pena tratar de averiguar, con certeza, por qué fueron exterminados los madianitas. Solamente podemos estar seguros de que no fue ofensa mayor, porque en los casos de Adán, y el Diluvio, y los mancilladores de muros nos dan un ejemplo. Un madianita pudo haber dejado su pala en casa y causado así el problema. Sin embargo, no tiene importancia. Lo principal es el problema mismo, y la moraleja de uno u otro tipo que ofrece para instruir y elevar al cristianismo actual.
Dios escribió sobre las tablas de piedra: “No matarás”. También: “No cometerás adulterio”. Pablo, vocero de la voz divina, aconsejó abstención absoluta en la relación sexual. Un gran cambio del punto de vista divino desde la época del incidente madianita.
CARTA XI
La historia humana está teñida de sangre en todas las épocas, cargada de odio y manchada de crueldad; pero después de los tiempos bíblicos estos rasgos han marcado límites de alguna clase. Aun la Iglesia, desde el principio de su supremacía, que posee el crédito de haber derramado más sangre inocente que todas las guerras políticas juntas, observa el límite. Pero noten ustedes que cuando el Señor, Dios de Cielos y Tierra, Padre Adorado del Hombre, está en guerra, no hay límite. Es totalmente inmisericorde, Él, a quien llaman Fuente de la Misericordia. ¡Él mata, mata, mata! A todos los hombres, bestias, jóvenes, niños; también a todas las mujeres y niñas, excepto aquellas que no han sido desfloradas.
No hace ninguna distinción entre el inocente y el culpable. Los infantes eran inocentes, al igual que las bestias, muchos de los hombres, mujeres y niñas, pero tuvieron que sufrir con los culpables. Lo que el insano Padre quería era sangre e infortunio; le era indiferente quién los padeciera. El más duro de todos los castigos se administró a personas que de ninguna manera pudieron haber merecido tan horrible suerte: treinta y dos mil vírgenes. Se les palpó sus partes privadas para asegurarse de que aún poseían el himen intacto; después de esta humillación se las desterró de su hogar, para ser vendidas como esclavas, la peor de las esclavitudes y la más humillante: la esclavitud de la prostitución, la esclavitud de la cama, para excitar el deseo y satisfacerlo con sus cuerpos; esclavas para cualquier comprador, ya fuera un caballero o un rufián sucio y basto. Fue el Padre el que infligió este castigo inmerecido y feroz a esas vírgenes desposeídas y abandonadas, cuyos padres y parientes Él mismo había asesinado antes sus ojos. ¿Y mientras tanto ellas le rezaban para que las compadeciera y rescatara? Sin duda alguna.
Esas vírgenes eran ganancia de guerra, botín. Él reclamó su parte y la obtuvo. ¿Para que le servían las vírgenes a Él? Examinen su historia posterior y lo sabrán.
Sus sacerdotes también obtuvieron su cuota de vírgenes. ¿Qué uso podían hacer de las vírgenes los sacerdotes? La historia privada del confesionario católico romano puede responder esta pregunta. La mayor diversión del confesionario ha sido la seducción, en todas las épocas de la Iglesia. El padre Jacinto atestigua que de cien sacerdotes confesados por él, noventa y nueve habían usado el confesionario con eficacia para seducir a mujeres casadas y a jóvenes. Un sacerdote confesó que de novecientas niñas y mujeres a quienes había servido como padre confesor en su época, ninguna había conseguido escapar a sus abrazos lujuriosos, excepto las viejas o las feas. La lista oficial de preguntas que un sacerdote debe hacer es capaz de sobreexcitar a cualquier mujer que no sea paralítica.
No hay nada en la historia de los pueblos salvajes o civilizados que sea más completo, más inmisericorde y destructivo que la campaña del Padre de la Misericordia contra los madianitas. La historia oficial no da incidentes o detalles menores, sino informaciones globales: todas las vírgenes, todos los hombres, todos los niños, todos los seres que respiran, todas las casas, todas las ciudades; traza un amplio cuadro, que se extiende hasta donde llega la vista, de ardiente ruina y tormentosa desolación; la imaginación agrega una quietud desolada, un terrible silencio –el silencio de la muerte. Pero por supuesto hubo incidentes. ¿Donde obtener la información?
De la historia fechada ayer. De la historia de los pieles rojas en Norteamérica. Ahí se copió la obra de Dios, siguiendo el verdadero espíritu de Dios. En 1862, los indios de Minnesota, profundamente ofendidos y traicionados por el gobierno de los Estados Unidos, se levantaron contra los colonos blancos y masacraron a todos aquellos que fueran alcanzados por su mano, sin perdonar edad ni sexo. Consideren este incidente.
Doce indios atacaron a la madrugada una granja y capturaron a la familia. Esta estaba formada por el granjero, su mujer y cuatro hijas, la menor de catorce y la mayor de dieciocho. Crucificaron a los padres; es decir, los hicieron pararse completamente desnudos contra la pared del salón y les clavaron las manos en ella. Luego desnudaron a las hijas, las tendieron en el piso delante de sus padres, y las violaron repetidas veces. Finalmente crucificaron a las hijas en la pared opuesta a la de los padres, y les cortaron la nariz y los senos. Además sucedió, pero no detallaré eso: hay un límite. Hay indignidades tan atroces que la pluma no puede escribirlas. Un miembro de la pobre familia crucificada –el padre- estaba todavía vivo cuando llegaron en su auxilio dos días más tarde. Ahora conocen ese incidente en la masacre de Minnesota. Les podría dar cincuenta. Cubrirían todas las diversas clases de crueldad que puede inventar el talento humano.
Y ahora ya saben, por estos relatos verídicos, qué sucedió bajo la dirección personal del Padre de la Misericordia en su campaña madianita. La campaña de Minnesota fue solamente el duplicado del exterminio madianita. Nada sucedió en una que no hubiera sucedido en la otra. No, eso no es totalmente cierto. El indígena fue más comprensivo que el Padre de las Mercedes. No vendió a las vírgenes como esclavas para atender a la lascivia de los asesinos de su familia mientras duraran sus tristes vidas; las violó y luego caritativamente hizo breves los sufrimientos siguientes, terminándolos con el precioso regalo de la muerte. Quemó algunas de las casas, pero no todas.
Se llevó a las bestias inocentes, pero no les arrebató la vida. ¿Se puede esperar que este mismo Dios sin conciencia, éste desposeído moral, se convierta en maestro de moral, de dulzura, de mansedumbre, de justicia, de pureza? Parece imposible, extravagante; pero escúchenlo. Estas son sus propias palabras:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo”.
Los labios que pronunciaron esos inmensos sarcasmos, esas hipocresías gigantescas son exactamente los mismos que ordenaron la masacre total, tanto de hombres, niños y animales madianitas; la destrucción masiva de casas y pueblos, el destierro masivo de las vírgenes a una esclavitud inmunda e indescriptible. Esta es la misma Persona que atrajo sobre los madianitas las diabólicas crueldades que fueron repetidas por los pieles rojas, detalle por detalle, en Minnesota, muchos siglos más tarde. El episodio madianita lo llenó de alegría, lo mismo que el de Minnesota, o lo hubiera evitado.
Las bienaventuranzas y los capítulos de Números y Deuteronomio citados, siempre deberían ser leídos juntos desde el púlpito; entonces la congregación tendría un retrato completo del Padre Celestial. Sin embargo, no he conocido un solo caso de un sacerdote que lo hiciera.
Cartas desde la tierra
Mark Twain
En la Wikipedia ni siquiera se menciona.
Breve descripción del libro en toda la red: Las Cartas desde la Tierra, el testamento antirreligioso de Mark Twain (1835 - 1910), fueron publicadas en 1962, mas de 50 años después de su muerte, debido a la férrea oposición de su hija Clara.
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